Hace dos sábados fui a andar, en atención a mi endocrino, durante una hora, entre la lluvia y la oscuridad, que son ambientes muy propicios para animar a la gente a salir de casa. Me había aconsejado un amigo ir con zapatillas de deporte, porque era bueno para la columna: en la primera curva de la Avenida de Coimbra pegué un resbalón y fue como un volar. No sé cómo, pero caí de culo y a la vez me raspé la rodilla izquierda. El pantalón se me rompió por ahí, un roto inarreglable que no me importó mucho: ese pantalón no merecía una muerte lenta. Justo llegó a mi lado un coche. Se interesaron por mí: cuando me aclaré de dónde estaba la horizontal les dije que no me había pasado nada.
Con el roto en el pantalón y seguro de que no me cruzaría con casi nadie, decidí seguir con el plan de andar una hora. Sangraba la rodilla, pero era superficial. Podría decir que las gotas de lluvia lavaban el raspón y quizá hasta no fuera inexacto.
Me eché betadine a la vuelta, no fuera a ser que tuvieran que amputar. Me quedó una postilla, que me ha entretenido estos días. Ayer conseguí arrancarla, dejando la piel para otra postilla menor, camino de la recuperación total.
Me acordaba de las que tuve de pequeño, tan entretenidas, esa costra que se va oscureciendo y deshaciendo por los bordes, con su, perdón, pus y esos raspones rojos. De pequeño era divertido, en cierta medida. Ahora es entretenido.

Justo en esa curva me caí, al lado de la ventana verde