miércoles, 2 de abril de 2025

Fe en el amor que te tiene

Me llamó la atención este pasaje de Nudo de víboras, de François Mauriac:

Como a veces me mirabas a hurtadillas, el recuerdo de aquellas misas permanece ligado a aquel maravilloso descubrimiento que estaba haciendo: ser capaz de interesar, de gustar, de conmover. El amor que sentía se confundía con el que inspiraba, o creía inspirar. Mis propios sentimientos no eran nada reales. Lo que contaba era mi fe en el amor que tenías por mí. Me reflejabas en otro ser y mi imagen así reflejada no era nada repelente. Deliciosamente relajado, florecía. Recuerdo aquel deshielo de todo mi ser bajo tu mirada, aquellas emociones que brotaban, aquellos manantiales liberados. Los más vulgares gestos de ternura, una mano cogida, una flor guardada en un libro, todo era nuevo para mí, todo me encantaba (26).

El protagonista se dirige a su mujer y recuerda cuando eran novios, cómo él creía en que ella le amaba y cómo eso le transformaba: "Lo que contaba era mi fe en el amor que tenías por mí".

Es justo lo que está repitiendo el Prelado del Opus Dei, por ejemplo recientemente en su carta sobre la alegría. Yo resalto en negrita la misma noción, pero en este caso referida a la seguridad, de fe, de que somos amados por Dios, lo cual se reflejaría en los noviazgos, que se basan en una fe humana:

La alegría cristiana no es la simple alegría «del animal sano» [Camino, 659], sino fruto del Espíritu Santo en el alma (cfr. Gal 5,22); tiende de suyo a ser permanente, porque se fundamenta en él, como nos exhorta san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).
Esta alegría en el Señor es la alegría de la fe en su amor paterno: «La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona. –Recuérdalo bien y siempre: aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, ¡no se viene abajo nada!, porque Dios no pierde batallas» (Forja, 332).

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