En el avión, desde la ventana, en el viaje de ida, disfruté de la delicia de la verde Galicia, más bonita cuanto más lejana, porque ya no le distingues las múltiples huellas del pecado original (eso que llaman feísmo los modernos). Y al poco, cuando la tierra pasaba del verde al gris verdoso noté unos puntitos en un área rojiza, como un parque de juegos infantiles: eran las Médulas.
Me entretuve luego en mirar los campos parcelados, parches de tierras entre las telas de araña de los pueblos, las cajas de quesitos más o menos redondos que deja el regadío moderno, como diagramas de geógrafos.
Al poco, los pueblos antes dispersos se iban amontonando en torno a uno que resultó ser Madrid. Vi las torres de Chamartin, el Bernabeu, el barrio de Salamanca, el Retiro (pulsiones de ricachón, ya se ve). Y para qué seguir con este estilo grandilocuente, si tengo fotos:
Otro poquito más y vi por primera vez la Albufera. Nos metimos en el mar y la volvimos a ver, sin poder competir en color con el mar:
Este verano estuvimos más de diez días en Galicia, incluído tu Santiago. No hizo mal tiempo ninguno de ellos, así que cuando escucho en la radio o veo el mal tiempo que ahora tenéis pienso que eso no lo he visto todavía, algún día. Cuando vuelas de Roma a Zaragoza, por ejemplo, los campos circulares de Binéfar son sin duda los más grandes que se ven, y el avión comienza, sorprendentemente para nosotros, a perder altura ya desde Binéfar. En fin, viajar, otra luz.
ResponderEliminarUn abrazo