El primer capítulo es el que más disfruté: andanzas con libreros de viejo en el Madrid de los setenta. Ya empiezan a aparecer algunas claves que se irán repitiendo y que son las que dan esa unidad débil que tiene el libro, que no tiene por qué ser mala: protagonista curioso y amante de las conversaciones, antifranquismo de fondo como seña de identidad (hay luego algunas frases muy desagradables sobre el Franco moribundo), amor a los libros y un cierto sentido de desplazamiento.
El segundo capítulo tiene de protagonista a José Bergamín, al que acompaña el narrador por dondequiera que toreen Rafael de Paula y Curro Romero. Está muy bien. Es intentar explicar ese algo sublime que puede tener el toreo -el arte- en algunos momentos irrepetibles. Luego habla del propio Bergamín, ese personaje al que no le acabo de pillar la gracia, pero que se ve que fue buen amigo del autor, que le fue leal incluso en su penoso final de propagandista de ETA,
Y en el centro, lo que debe de ser una novela corta («Palangana»), sobre un huérfano de republicano en un pueblo de Burgos, con datos similares al protagonista de los otros capítulos, pero otros que no. A mí me pareció el peor del libro, no sé si por mi fobia reciente a todo lo que sea novela o porque cae en un maniqueísmo muy acusado, que llega a rozar el ridículo en la caracterización de los personajes (cura-cuervo; beatas-chillonas, borrachos-patéticos), en otro ejemplo más del mito de las dos Españas que se intenta trasponer -creo que sin éxito- sobre un «fondo real».
En los dos últimos capítulos (¿apartados?) volvemos ¿al autor? Hijo de irlandesa y de padre de familia linajuda y venida a menos del norte de Burgos: un hermano muerto, esa tensión entre contexto de derechas y republicanismo militante, la nada de fondo.
Y todo ello en un libro muy bien escrito, que leí con mucho interés, a pesar de todo.
Ayudó, ya digo, no fijarse en los «paratextos»: por suerte no hay introducción, ni prólogo, ni datos biográficos. Solo está este texto en la contraportada, que he leído justo ahora, escrito ya todo lo anterior:
Las cosas solo suceden a quien sabe contarlas, dice el narrador de este libro. Ese narrador que es un joven librero, dedicado en el Madrid plomizo de los años 70 a vender libros prohibidos en una trastienda de la calle Génova. El mismo narrador que es también el editor del poeta José Bergamín, con quien recorre España a bordo de un descapotable amarillo, a punto siempre de matarse por las curvas de Despeñaperros, siguiendo a un gitano torero que se llamaba Rafael. Y también el narrador que es un niño y luego un joven y luego un hijo pródigo en su pueblo de Burgos, oyendo las historias de los viejos en la taberna, y los recuerdos engarzados de su madre ante la tumba de su hermano.Y por fin busco en google, veo esta entrevista esclarecedora y me alegro de no haberla leído antes del libro. Como personaje real, el autor me cae más bien gordo.
Ese narrador que pisa el bosque quemado alrededor de la casa de su infancia es Manuel Arroyo-Stephens, librero y editor impar, escritor sentimental hasta donde lo permite la anglofilia, fundador de esta editorial que hoy recoge sus relatos sin saber si son novela o autobiografía, o quizá una historia de España hecha de lecturas, viajes, amigos y recuerdos.