Volví de Orense con el récord, al menos de los últimos meses, de kilómetros andados en un día.
El viernes me pegué un madrugón para volar a Barcelona. A las nueve y poco de la mañana ya estaba yo en Montjuic, dispuesto a visitar el Museo Nacional de Arte de Cataluña, pero que abría media hora más tarde. Me demoré por el Pabellón de Mies van der Rohe, que resultó que estaba copado por el rodaje de un anuncio de coches. Así me evité la tentación de pagar (qué roñoso soy: ya en 2005 me escocieron los 3,5 euros) y estuve viendo el Pabellón por fuera (que en realidad es como por dentro casi) y además con toda la parafernalia:
Había tres chicas sentadas allí, como de Bachillerato, claramente de las de-con-problemas: predominantemente de negro, chillando a veces, muy tristes, jugando con la estética de la fealdad, esperando a Godot, con tremendos problemas -seguro- de identidad. En el otro extremo, otras chicas de perfil más Instagram se hacían selfies con gran seguridad, sin parar. Resultaron ser del mismo grupo. Había, para redondear, un chico negro, que iba de un subgrupo al otro. Me imaginé que tenían una visita al Museo con algún profesor que no había aparecido todavía. Era la única explicación de por qué estaban allí: no les importaba nada más que su yo, problemático en un grupo, y fotografiable en el otro (dicho en positivo, en un poema que acabo de leer "son expertos en el arte de la introspección").
Redondeaba la estampa un perroflauta instalado. Abajo, habían extendido una sábana dos vendedores e iban poniendo con gran simetría pulseras, abanicos y cosas estúpidas similares sobre una sábana, esperando a los turistas.
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