Y me senté en las gradas que hay a la entrada, con aquella inmensa vista de Barcelona (algo así) y el solecillo de marzo, entre otra gente perezosa de ese sábado.
Un poco más abajo, junto a la balaustrada, estaba un hombre cantando. Parecía un albañil que padeciese la loquera del arte: un Sancho cincuentón que en vez de jugar la partida en un bar de Hospitalet se había ido a cantar para guiris y zánganos más o menos autóctonos ante aquel templo del arte.
Y empezó "Tómate o déjame", esa canción de Mocedades de la que nos reíamos tanto de pequeños (Tómam-mm-me ovejjjja béee, decíamos).
Y quizá por eso me pilló el ataque de la emoción por sorpresa: tenía una voz muy sobria, muy bien templada, muy poco sentimental, y conseguía el milagro de apropiarse de las penas del personaje femenino baqueteado por un marido tarambana y mentiroso y convertirlas en las improbables quejas de un marido que sufre en silencio:
Tú me admiras porque callo y miro al cieloY luego cantó con todo el cuajo que hacía falta el Reloj, no marques las horas.
porque no me ves llorar
y te sientes cada día más pequeñ[a]
y esquivas mi mirada en tu mirar.
Y luego la de Serrat con textos de Machado: hasta esa me gustó mucho.
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