El segundo día de congreso en Barcelona me escapé a media tarde para pasear.
Y saludé al alcalde de las patillas, crucé el Arco de Triunfo de 1888 y me metí por la calle Trafalgar, que resultó que estaba llena de tiendas de ropa de chinos, un espectáculo fascinante: tantas tiendas de ropa fea juntas, tanta ordenación anodina y tantos maniquíes abominables, tantas horas de plantón en esas tiendas de esas señoras gordas que han pasado todos los límites de aburrimiento que un ser humano de Occidente pensó que no se podían superar.
Y me iba guiando, como a Hansel y Gretel las miguitas, la flecha en mi smartphone (Google Maps/ Street View: qué gran juguete): y pasé el Palau (otro pastel), y crucé las Ramblas sin mirar (la flecha me decía que cruzara) y había una librería de viejo (pero quién quiere libros cuando a lo que le estás echando el ojo es al Kindle) que tenía los clásicos con traducción al catalán de los años treinta de la Fundación Bernat Metge (un hito de los estudios clásicos en España): a un pelo estuve de comprarme alguno, por dandismo, que eran hermosos libros, pero no, al final un no de roñoso.
Y entré en la iglesia de Montealegre y pasé de lado por el MACBA (ya no piqué) y crucé por La Central del Raval que me había enseñado Gregorio y entré en la iglesia de Montealegre y acabé en la plaza de la Universidad.
Y andando por el ensanche era pasmoso ver qué rectas eran las calles, qué impresionantes vistas de perspectiva al fondo de todas, en horizontal y en diagonal. Y así, guiado por Google, hasta la calle de Lepanto.
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