Yo iba ciego a ver el Partenón: está tan cargado de peso histórico que lo veía sin verlo, reconociéndolo y conociéndolo a la vez, y con el recuerdo de miles de edificios en su estela también de fondo de lo que veía. Cada vez que lo miraba era comprobar que era así como lo había visto tanto.
Las condiciones eran perfectas: un cielo muy azul, un sol brillante pero que no quemaba, una brisa fresca que corría con suavidad y sin descanso. Hombre, hubiera preferido estar solo, pero no soy un jeque. Me puse delante de la fachada que me encontré primero, llena de andamios y me acabé sentando en un trozo de sombra a su vista. Me llamó mucho la atención -lo sabía, pero no era consciente- el hecho de que es una arquitectura recta, no de arcos, el ver las tres filas de piedras entre las columnas sostienen el entablamiento. Son esas cosas evidentes que ves cuando las ves.
A mi alrededor, grupos oían una sarta de gilipolleces a guías muy cachazudos y campechanos: me llegaban los nombres de Elgin, los nazis, hasta una guía en español dijo que los cristianos destruían los templos griegos y tuvo el cuajo de decirlo delante del Partenón, que durante siglos fue una iglesia cristiana.
Yo me abstraía mirando las columnas, sus estrías, sin basamento, pegadas al suelo, los triglifos, los huecos de las metopas. Me llamó la atención el color, que ya sabía que era así, entre ocre, rosado, blanquecino y crema, del mármol.
Luego fui por el lateral, vi la otra fachada, sin andamios, me hicieron e hice a unos españoles unas fotos desde un promontorio, fotos para la historia. También me había hecho selfies, pasé por todas las fases:
Qué bonito todo bajo ese cielo sin nubes. Lo de los guías es alucinante.
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