De los libros de viajes de Evelyn Waugh había leído solamente Etiquetas, el primero, que me había gustado mucho.
Ahora tenemos la edición crítica de Noventa y dos días en la Biblioteca, así que me lancé. Me costaba leerlo en inglés, que no es nada fácil: iba siguiendo lo que decía, pero con sensación de perderme lo más mollar, así que hice una retirada táctica y me lo terminé en castellano (si lo queréis, hay ejemplares desde 12 euros y hasta uno por casi 6000 en Iberlibro).
Lo he disfrutado mucho: las descripciones, los tipos humanos, las fatigas contadas, toda la logística, el tono en absoluto quejoso, las observaciones agudas que hace, su sensatez, todo.
Uno de los sitios más inhóspitos del mundo, más abandonados y menos atractivos, la Guayana británica: allí se fue. Todo, desde mi punto de vista, en el que domina la comodidad como algo deseable, es una pesadilla. Waugh rebate en el libro todos los tópicos sobre la libertad y los placeres de la aventura asociados al hecho de viajar, por la vía práctica de irse a uno de los peores sitios del mundo y también en unas páginas muy buenas donde desmonta también desde el punto de vista teórico todo ese constructo romántico. De placeres del viaje él solamente encuentra dos: poder bañarse después de un día agotador a caballo y leer a Dickens.
Y eso, Dickens en la selva, es la base de la conclusión de Un puñado de polvo, uno de los mejores finales de novela que he leído en mi vida. Ahí, en el trasfondo, junto con Dickens, está un tal Mr. Christie, personaje alucinante, apocalíptico, que se encontró en un sitio perdido en medio del país.
De paso, sale un alemán y él aprovecha para mencionar que están desperdigados por el mundo: yo me acordé de aquel que cuidaba Sebastian en Retorno a Brideshead. También me acordé de que en esa novela Charles Ryder se había ido por unas zonas perdidas de América a hacer cuadros: quizá se refería a Guayana, aunque también me suena Centroamérica.
En el libro Waugh hace gala de un escepticismo sobre antropología muy saludable. Cita a Malinowski y comenta que vio justamente costumbres contrarias entre unos indios allí. Sus observaciones sobre la dificultad de garantizar que se pueda categorizar el universo mental de los indios de Guayana son muy sensatas. Acaba comentando sobre "el escepticismo generalizado, que es uno de los más valiosos efectos que produce viajar" (159)".
Lo más impresionante del libro son los datos que da sobre la vida de los misioneros en esas zonas absolutamente inhóspitas (aquí datos sobre ellos). También su mención de las cataratas de Kaieteur, que deben ser de las más altas del mundo.
Para los que no disfrutamos de viajes si no son medianamente cómodos, este es como tomarse un medicamento reafirmativo de la absoluta falta de necesidad de visitar sitios que no estén rodeados de civilización en una parte muy concreta del mundo.
Ha sido uno de los regalos de Reyes y lo tengo pendiente; espero acordarme de releer esta entrada para cuando lo lea. De momento la obviaré.
ResponderEliminarLibro leído y entrada recién leída (que no "releída"); suscribo tus notas. Me acordé mucho de Kurt yo también leyendo las páginas del alemán...
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