Había oído hablar muy bien de la obra de Abel Hernández y he leído con mucho interés (y alguna discrepancia que dejó para el último día) sus Historias de la Alcarama, que recogen recuerdos de la infancia del autor en un pueblo de Soria ahora abandonado.
Quizá lo que más me impresionó fue su relato de un entierro, desde que está el féretro
Quizá lo que más me impresionó fue su relato de un entierro, desde que está el féretro
(...) en la iglesia, de cuerpo presente, que había que sacar del templo con los pies por delante, y luego hasta el camposanto, en doble fila, con el ataúd a hombros, bordeando el ejido debajo de las eras. Sólo se oía el canto en latín del sacerdote, revestido con capa pluvial negra y el sonido lúgubre de las campanas tocando a muerto. Nunca olvidaré la impresión que me producía de monaguillo el golpe de la caja en el hoyo recién abierto, depositada cuidadosamente con sogas. El ataúd era un cajón rudimentario que hacía el carpintero de la noche a la mañana, forrado de tela negra con una cenefa amarilla en los bordes y un cristo barato encima (36).No sólo es que esté bien escrito, con fuerza, es que me hace revivir escenas parecidas, aunque sin cantos en latín y con un ataúd más estandarizado. Yo estuve en muchos entierros así, también de monaguillo a veces, oyendo el ruido seco de la caja, y también el ruido de las sogas al soltarlas y el retumbar de los trozos de tierra en la tapa cuando echaban puñados los familiares (y nosotros también, que allí estábamos, en primera fila). También tengo esa imagen del crucifijo sobre la caja, pero yo recuerdo que lo quitaban y se lo daban a los familiares, creo.
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