Yo fui a Jerusalén, y en agosto, porque me cuadraba asistir a un curso que había en ese momento sobre didáctica de lenguas clásicas con los métodos de las lenguas modernas. Yo en principio era más bien escéptico, pero la cosa se ha convertido en una tendencia triunfante en los Estudios Clásicos, en España también, así que había que darle una oportunidad: renovémonos antes de que sea tarde, pensé.
En Jerusalén está el Instituto Polis, de lenguas y humanidades. Dan clase de Griego, Hebreo, Árabe, Latín y otras lenguas con métodos como el que consiguió convertir el hebreo, lengua muerta, en la lengua común de los habitantes del estado de Israel.
Yo lo que descubrí es que mis niveles elevados de falta de habilidades sociales, mi pudor ante las dramatizaciones, que eran la clave de todo, cosas como tener que estar levantándome y sentándome cada poco, saltar, hacer gestos, era algo superior a mis fuerzas. Un día nos dieron la primera clase de árabe hablado y me sentí fatal: era como estar ahogándose continuamente, sin poder llegar a tocar el suelo con los pies. Añádase, en el caso del latín, el tener que usar todo el tiempo sólo una lengua que no estás acostumbrado a hablar, sino a leer, con el riesgo de convertirla en jerga, algo que ya criticó el Brocense en el siglo XVI: latine loqui corrumpit ipsam latinitatem. Yo puedo entender lo de hablar latín o griego clásicos como un método, pero prefiero el mío de leer sin hablar.
Allí «enseñar gramática» era un término tabú: se trataba de ir asimilando la lengua a base de repeticiones de expresiones, del uso de preguntas y respuestas. Todos afirmaban que es un método que funciona: me lo creo. Creo que me ha ayudado y que algo cambiará en mi modo de dar clases, pero ese es un camino que no voy a seguir y es una pena, porque a todo el mundo (menos a gente rara como yo) le hace mucha ilusión utilizar métodos así.
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