viernes, 11 de septiembre de 2015

La vida militar como un colegio

Por no aburrir con otro relato cansino de mi fictitis, solo diré que no le afecta a las novelas de Evelyn Waugh. He empezado la relectura de Espada de honor, su trilogía final. La primera novela, Hombres en armas, la he disfrutado mucho, mucho, mucho. Waugh ha superado lo que el vio luego como excesos un poco obscenos de ostentación de Retorno a Brideshead (por cierto que gracias a un amigo la estoy oyendo ahora en inglés, en la lectura de Jeremy Irons: una maravilla) y los ha integrado con la línea de progresiva seriedad de su vena más cómica (Izad más banderas, que también me gustó mucho: hoy hablan de ella en Bienvenidos a la fiesta -podéis mirar también su ficha de esta trilogía). Aquí también hay mucho humor, muy fino, dentro de una tristeza de fondo, pero esperanzada. Ya recogí lo que decía Waugh de ella:
Hombres en armas era como una anticelebración, la historia de la desilusión con el ejército de Guy Crouchback. Guy tiene ideas anticuadas sobre el honor e ideales caballerescos; vemos cómo se desgastan y acaban destruidas por su choque con la realidad de la vida en el ejército.
No podía haber nada mejor para leer yo ahora, pasados ya años desde que hice la mili, tan inmensamente aburrida y que me dejó sin una sola mota de admiración por el ejército. Solo quería poneros un pasaje, en la excelente traducción de Carlos Villar, en el que el brigadier Ritchie-Hook, un militar a la antigua usanza, pone orden en la vida aburguesada de los alabarderos, instalados en un colegio requisado, a la espera de ser llevados al frente. No creo que se pueda recoger mejor aquel ambiente cuartelario, terrorífico e infantil a la vez:
Unos pocos minutos después se dio el aviso de que el brigadier quería ver a todos los oficiales en el comedor a las doce en punto.
—Broncas para todos -dijo Sarum-Smith.
—No me extrañaría que la plana mayor también estuviera pasando una mala mañana.
Y así parecía, a juzgar por sus miradas abatidas mientras se sentaban frente a sus inferiores reunidos en el comedor del colegio. Ya estaba servida la mesa para el almuerzo, y llegaba un tufillo a coles de Bruselas hirviendo a poca distancia. Se sentaron en silencio como en un refectorio monástico. El brigadier se alzó, Cesare armato con un occhio grifano [Dante, Inferno 4], como si fuera a bendecir la mesa. Dijo:
—Caballeros, no se permite fumar.
A nadie se le había ocurrido.
Pero no hace falta que se sienten en firmes -añadió, pues todos se hallaban instintivamente rígidos e inmóviles. Intentaron colocarse con menos formalidad pero no había sosiego en la audiencia. Trimmer apoyó un codo en la mesa y jugó con los cubiertos.
—No es todavía hora de comer —dijo el brigadier.
[A] Guy (...) no le hubiera sorprendido mucho si el brigadier hubiera sacado una vara y hubiera aplicado un correctivo a Trimmer. No se había proferido ninguna acusación, ninguna reprensión (excepto a Trimmer) se había pronunciado, pero bajo ese feroz ojo solitario todos se sabían acusados de culpa universal. Los espíritus de innumerables escolares asustados aún se aparecían y dominaban la sala. Cuántas veces se correría la voz, bajo aquellas vigas de escayola pintada y granulada, ante ese mismo hedor a coles de Bruselas: «El dire está cabreado». «¿A quién le toca esta vez?». «¿Por qué a mí?».

3 comentarios:

  1. ¿Habrá algo más odioso que esa típica "autoridad" irracional?

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  2. Pues hay a quien le gusta (no a mí, ciertamente).

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  3. En El troquel, de TE Lawrence, hay unas descripciones de la vida cuartelera de corte muy similar.
    Saludos.

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