El volumen 4 de los Diarios de Karl Ove Knausgård tiene, como los otros, un título excelente: lo encontramos con 18 años, bailando solo en su casa solitaria en el extremo del mundo, ahora que su madre ha vendido la casa y se ha ido sola a un apartamento, su hermano mayor se ha independizado y su padre, cada vez más alcohólico, también se ha ido con su nueva mujer de profesor al Norte.
Karl Ove esta solo, con dieciocho años, y aprovecha que los recién salidos de bachilleres pueden dar clase en primaria, algo que me cuesta comprender, pero que así era, al menos en esos extremos del mundo, para irse con todo lo que tiene, unos discos y poco más, a pasar un año en un pueblo en una isla en el extremo norte de Noruega. Luego da un salto temporal hacia atrás y cuenta de los 16 a los 18 años, en bachillerato, escribiendo críticas de discos y relacionándose de forma que cuesta mucho comprender aquí abajo con su familia: por ejemplo, sus abuelos paternos dicen en un momento que no vuelva por su casa porque le ha molestado a su abuela que le pidiera varias veces dinero para el autobús. La relación con su padre, clave en todos estos diarios, no puede ser más extraña: las relaciones familiares en Noruega, tal como aparecen aquí, son una pesadilla, entre la indiferencia más brutal y el odio solapado.
Ya desde los dieciséis años, pero sobre todo en la isla del norte, lo que preside su vida son unas borracheras épicas, en las que pierde la conciencia con mucha frecuencia, y el deseo de sexo. Al final, lo vemos más adelante, lo que le salva es una tremenda vocación de escritor: todo, en los mejores momentos de Karl Ove, se subordina a eso. En los peores es un pelele, una especie de monstruo que se horroriza en los momentos de lucidez de lo que hace en los de oscuridad. Pero es un escritor, y ya a esa edad, muy anclado en lo biográfico: su vida es una mierda y lo que nos cuenta es eso, con obscenidad en varios momentos y especialmente al concluir este volumen, lo que nos deja con un gusto amargo, a mí al menos.
Es un libro que se hace molesto por ese mostrarnos tan descaradamente impulsos sin control. Lo único que sirve de freno moral es una decencia básica, un mínimo que está muy bajo, al menos como lo describe: por lo que parece, en Noruega la gente está desnortada, echándose unos en brazos de otros en fiestas y todos emborrachándose como si no hubiera un mañana en una oscuridad de meses. Es desolador. Lo que da miedo es que estamos llegando allí.
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