La isla de la infancia es el tercer tomo de los diarios de Karl Ove Knausgård. Las trescientas primeras páginas son impresionantes: su diario empieza, y ya es suficientemente audaz, contando de cuando tenía solamente unos meses, pero buena parte de esas trescientas páginas es el relato minucioso de unos cuantos meses de cuando él tenía siete años. Me ha impresionado el relato que hace del niño lleno de terrores que era él. Al acabarlas, se para a reflexionar sobre la tremenda figura de su padre, del que ya conocíamos por el volumen primero su muerte y sus últimos años alcohólicos: aquí es el hombre joven, profesor, persona respetable, pero que con sus hijos es un tirano, una figura terrorífica; su madre queda oculta, una figura mucho más positiva, aunque con cosas que a cualquier persona medianamente normal le parecen como mínimo estúpidas, como comprarle a su hijo de siete años un gorro de baño de señora o encargarse de comprar los cohetes de fin de año y traer solamente uno, que además no funciona. Qué familia. Por ejemplo:
-¡Venid a cenar! -gritó mi padre desde la cocina. Cuando llegamos, había un plato con tres rebanadas de pan y un vaso de leche en nuestros sitios. Queso de comino, queso de cabra y mermelada. Mis padres estaban sentados en el salón viendo la televisión. La calle estaba gris, y también lo estaban las ramas de los árboles de la cuneta, pero sobre los árboles al otro lado del estrecho, el cielo estaba azul y abierto, como si se levantara sobre un mundo distinto a ese en el que nosotros nos encontrábamos (102).
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Salimos deslizándonos de nuestros cuartos, sacamos silenciosamente las sillas de debajo de la mesa y nos sentamos cada uno en nuestro sitio, esperando hasta que mi padre hubiese echado en nuestros platos patatas, una chuleta, un montoncito de cebolla quemada y unas zanahorias hervidas. Empezamos a comer, con la espalda recta y totalmente inmóviles, excepto los brazos, la boca y la cabeza. Ninguno de los tres dijo una palabra durante toda la comida. Cuando nuestros platos quedaron vacíos, con excepción del hueso limpio y la piel de la patata, dimos las gracias por la comida y volvimos a nuestros cuartos. Mi padre hizo café en la cocina, lo supe por el sonido silbante que salía de allí. Unos instantes después bajó a su despacho, seguramente con una taza de café en la mano (134-5).
Las doscientas páginas restantes el narrador tiene doce años y todo pasa a ser cuestiones de flirteos y tontear y cosas peores. A mí me resultó más bien desagradable, retratando un mundo sin referencias, donde todo es exposición, sin pudor.
De aquella isla donde vivían, pegada a la costa, escapa al final del libro, cuando a su padre le contratan en otro sitio.
Yo estoy pasmado de la maestría narrativa del conjunto, la frialdad expositiva, tan eficaz, el retrato que hace de una vida noruega, tan extraña a nosotros, llena de silencios entre padres e hijos, con una relación tortuosa con la verdad, idolatrada pero a la vez gélida.
De todos modos, ha habido párrafos que me han llamado la atención por su lirismo, como este:
Sin pensar, habíamos empezado a bajar. El cielo estaba gris como cemento seco. Ni un soplo de aire rozaba los árboles, todos estaban quietos, rumiando, como metidos dentro de ellos mismos. Aunque no, los pinos no, ellos estaban tan abiertos, libres y mirando al cielo como siempre. Daban más la impresión de estar tomándose una pausa. Los abetos sí estaban dentro de ellos mismos, absortos por su propia oscuridad. Los árboles caducifolios, con sus troncos finos y sus ramas divergentes, eran miedosos y vigilantes. Los viejos robles, que crecían en una parte de la pendiente al otro lado de la calle, y hacia donde nos dirigíamos, no eran miedosos, sólo solitarios. Pero soportaban la soledad, llevaban allí muchos años y allí seguirían muchos más (202-3).
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