Como me había gustado el libro sobre los terroristas del IRA, iba con buenas expectativas para leer El imperio del dolor, de Patrick Radden Keefe, sobre la crisis de los opioides, animado también por una crítica positiva, en la que no sé si influyó la serie que se hizo sobre el libro. Yo la serie no la he visto: seguro que será más entretenida.
A mí el libro se me hizo muy largo. En realidad parece una especie de sumario redactado por un periodista convertido en fiscal contra la familia Sacker, dueña de un analgésico opiáceo, el Oxycontin, de grandísima eficacia para enfermos graves, pero que -esta es la tesis del libro- se promocionó como libre de adicciones, cuando de hecho las provocaba, y muy graves, con el resultado de cientos de miles de muertes.
De la acusación contra la familia no salva a nadie, ni a los biznietos, poniéndose a veces hasta faltón, aprovechando acusaciones de familiares de muertos por adicción al Oxycontin, que por serlo parece que están tocados de infalibilidad. Nan Goldin, gran fotógrafa, pero sin más títulos de convicción, se convierte aquí en la profeta bíblica cuyos planteamientos no son puestos en duda. Todo es así, demasiado maniqueo.
El hecho es que si el libro hubiese sido la mitad de largo, lo hubiera agradecido. Hasta empecé al final a ponerme un poco del lado de la familia, que es tratada con saña. Empecé a tener la sospecha de que su culpa es que son multimillonarios: en el autor no sé si se deja ver esa especie de envidia sublimada que hay sobre todo entre la gente de izquierda. A mí los multimillonarios me parecen en todo caso figuras ridículas, no les tengo envidia de sus cientos de millones de dólares; quizá sí de un millón, pero de lo demás, a mí qué me importa que tengan trescientos o quinientos millones de dólares. No es algo que me encocore: si han hecho algo mal, que paguen por ello.
Si se junta aquí un marketing tramposo a las adicciones de la gente, también la gente tiene un poquito de culpa. Por acudir a mí mismo como ejemplo: yo soy culpable de haber sido fumador, sabiendo (aunque cuando empecé, en los noventa, aquello estaba en un contexto de culpas borrosas) que fumar podía tener riesgos para mi salud, pero seguí fumando: la culpa es de las tabacaleras, pero también mía. Lo que no sé es si este ejemplo mío vale en el caso de personas con dolores muy graves, que acuden al medicamento para aliviar ese dolor tremendo. Lo que sí sé es que los adictos que no tenían dolores graves sí que pueden tener su parte de culpa de haber caído en la adicción.
Yo hubiera querido leer un libro sobre la adicción a los opiáceos, un estudio a fondo sobre una sociedad que gira en torno a la droga, que tiene terror al dolor, pero este está claro que no era el libro que iba a resolver mis cuestiones y que llegase a estar a la altura de mis expectativas, claramente demasiado altas.
Bueno, sí pero no. La manera en que un producto se presenta como inocuo cuando no lo es me imagino que es el problema. No sé si has oído hablar del informe Flexner y de cómo cambió la forma de practicarse la medicina en los EE.UU, (después el modelo nos llegó, por supuesto) para pasar a depender casi absolutamente de los fármacos. Esto pasó justo cuando alguien muy poderoso comenzaba a invertir fuertemente en esa industria.
ResponderEliminarEn España están sujetos a prescripción y deben ser además visados por Inspección médica, pero también está aumentando su uso para todo tipo de dolor. A mediados de los 90 eran casi sólo para el dolor en enfermos terminales y ahora se prescriben mucho más. Obviando el tema millonarios lo importante es que el dolor es subjetivo y no valorable en muchas ocasiones y ahí hay un escollo difícil de salvar. Es un tema a seguir, los USA son la punta de lanza, pero no sé si podrá escapar a la demagogia. Veremos.
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