Fui a Madrid: dos días de sol y frío, una delicia. El aire parecía que me alimentaba mientras pasaba por las calles del barrio de Salamanca. Yo siempre he tenido pujos de rico, aunque se me vea al poco el pelo de la dehesa. Qué bien pasear por esas calles: Serrano, Maldonado, Alcalá, Goya, Velázquez, viendo los edificios de pisos a millón.
En un rato que tuve el lunes pensé en museos y tuve que dejar la posibilidad de conocer el de Artes Decorativas y visitar el Arqueológico, porque estaban cerrados los lunes. Al ver la cola en el Thyssen acabé, una fatalidad, por decidirme por El Prado. No era el día para verlo: cada vez me fastidia más que haya tanta gente, pero es que ni me gustaron los pintores que vi: Rubens lo miré con ojos inquisitoriales, más que inquisidores, a van Dyck le eché en cara que casi todos sus cuadros fueran de su etapa juvenil y a Jordaens que brillaran las caras con una pátina como de grasa. Todo me parecía mal. Solamente me quedé algo más en el cuadro, parece que al alimón entre Rubens y van Dyck, de Aquiles en Esciro.
Tiziano también me decía muy poco aquel día. Iba por la Galería central desechando a Veronés, a Tintoretto. Estaba como implado. Un error, ir ese día al Prado, en esa actitud. Por no hablar de Carracci y Bassano, un italiano en la línea del Tiziano "de manchas", que es el peor Tiziano.
Yo estaba echando las muelas contra mí mismo. Hasta hice fotos de estos dos relieves, a escondidas del vigilante, que sesteaba. Uno es de Platón, del que iba a hablar por la tarde, el otro de Aristóteles, de Vincenzo Grandi y taller, italiano del siglo XVI:
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