Álvaro d'Ors. Sinfonía de una vida, de Gabriel Pérez Gómez, es el libro que he estado leyendo estos últimos días, con creciente miedo de que se me acabara, a pesar de sus casi 700 páginas. Lo he disfrutado una barbaridad y lo he terminado con pena y con la emoción de haber sabido más de una vida admirable en todos los aspectos: un sabio, un padre de familia numerosa, un hombre que se afanó por dejar a Dios que moldeara su vida siendo supernumerario del Opus Dei.
El autor es yerno de d'Ors y profesor de periodismo y sabe esconderse (salvo si tiene que testimoniar algo, en dos o tres momentos de enorme intensidad emocional) para que su biografiado destaque con todas sus cualidades. Lo hace del modo más riguroso posible. A la vez, el libro está escrito con una facilidad que me imagino engañosa, porque ha debido de ser resultado de un trabajo enorme. Pero se lee como una novela: mejor, la novela de una vida verdadera. Tiene a mano un montón de material, los cuadernos personales, las cartas (qué libros saldrían de ahí, por ejemplo de las casi dos mil cartas con su gran amigo Rafael Gibert, citadas profusamente y siempre fascinantes), los testimonios familiares, la documentación de archivo. Es un tour de force y con éxito.
Todo ello sin que el libro entre casi en la biografía intelectual de d'Ors, que necesitaría de un libro aparte y bien gordo. Yo al menos me he quedado con la miel en los labios sobre todo en lo que se refiere a su formación, porque resulta que está en medio del renacimiento de los estudios clásicos en España, en los años de la República: él, que acabó en el Derecho Romano, formó parte, en esos años fascinantes de alrededor de la guerra, de la generación de latinistas y helenistas de la que sale todo lo bueno que han dado los Estudios Clásicos desde España al mundo desde entonces. Él es, dicen, uno de los grandes romanistas de la historia.
Y qué admirable la figura de Álvaro d'Ors, de principio a fin. A mí me impresiona sobre todo su rigor y constancia de trabajo y a la vez su intensa piedad. Su inteligencia brillante era algo de lo que partía, también el entorno excepcional en el que nació y se crió, pero a eso añade un trabajo constante y riguroso, un espíritu de servicio infatigable que pudo perjudicar algunas opciones de mayor lucimiento, por ejemplo la posibilidad a la que renunció en plena guerra de iniciar una carrera brillante en Cambridge, como discípulo de José Castillejo: él prefirió presentarse voluntario como requeté. Es la única persona de la que haya leído que en una situación de encierro en la Guerra Civil aprovechase el tiempo para estudiar con constancia: traducir a Platón, leer el Digesto y hasta la Historia del Arte de Winckelmann en alemán.
Hay capítulos sobre sus años en Santiago, sobre su marcha a Navarra, sobre sus viajes, su vida de piedad. Sus ideas son siempre profundas y brillantes en casi todos los campos, ya hable del amor o de las plazas de aparcamiento. Yo me quedo con su discurso al entonces Príncipe Felipe, que en aquel momento no fue capaz de apreciar en toda su hondura lo que le quería transmitir d'Ors y que quizá ahora esté en mejores condiciones de valorar y de asumir lo que le propuso, tras haber pasado por todo lo que ha pasado en estos últimos años, ya como rey.
El final del libro es muy emocionante, al menos para quien pueda apreciar la hondura de la fe que demuestra en sus últimos momentos. La frase más honda del libro es de su madre, cuando estaba ya con la cabeza casi perdida: No sé quién eres, pero te quiero mucho. Él no se confundió nunca: su vida fue sobre todo de amor, de amor a Dios, a su familia, a los demás, todo ello con un trabajo constante. Un modelo de santo, y más en concreto en el camino del Opus Dei.
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