El otro día me sorprendió descubrir que un día de la Ascensión de 1919 Evelyn Waugh había ido de excursión a la Cartuja de Parkminster. Y eso porque he terminado hace poco An Infinity of Little Hours, un libro de Nancy Klein Maguire que sigue las vidas de cinco hombres que hicieron su noviciado en esa misma Cartuja entre 1960 y 1965.
Es un libro impresionante, porque les ves en la situación extrema (al menos eso nos lo parece al resto de los humanos), de lidiar buena parte del día con la soledad, con el silencio de estar en tu celda (aunque grande, espaciosa y con jardín) un día y otro, de dormir siempre a trozos, levantándose a las tantas de la mañana para celebrar en las naves heladas de la Iglesia la liturgia solos con Dios, pero también con el frío y el mal presentes en uno mismo. Técnicamente es como si hubieran muerto para todos los hombres, sin dejar ningún recuerdo a nadie nunca.
En cierto modo es como una película de reclutas de un cuerpo de operaciones especiales. También ahí ves que además de unas cualidades físicas necesarias y excepcionales, el mayor problema es el coco, el darle vueltas al coco, el no saber gestionar el yo y la soledad. Aquí la confianza tiene que estar totalmente en Dios y la vocación ha de ser clara, porque es para muy, muy, muy pocos: ser cartujo no es algo para desearlo, sino para poder padecerlo.
La premisa del libro es crear cierta tensión explicando que de los cinco sólo uno se haría definitivamente cartujo. Vas viendo que hay mil cosas que lo complican todo, dificultades con las que no contaban, cosas que no se imaginaban que les pasarían.
La pena es que los nombres de los protagonistas cambian cuando hacen la primera profesión: yo estuve buena parte del libro perdido con eso de los nombres cambiados.
A la vez es interesante porque ocurre justo antes del Vaticano II. También hasta allí se arrastra la modernidad y las novedades, por lo menos discutibles, que van apareciendo.
Es un libro impresionante, porque les ves en la situación extrema (al menos eso nos lo parece al resto de los humanos), de lidiar buena parte del día con la soledad, con el silencio de estar en tu celda (aunque grande, espaciosa y con jardín) un día y otro, de dormir siempre a trozos, levantándose a las tantas de la mañana para celebrar en las naves heladas de la Iglesia la liturgia solos con Dios, pero también con el frío y el mal presentes en uno mismo. Técnicamente es como si hubieran muerto para todos los hombres, sin dejar ningún recuerdo a nadie nunca.
En cierto modo es como una película de reclutas de un cuerpo de operaciones especiales. También ahí ves que además de unas cualidades físicas necesarias y excepcionales, el mayor problema es el coco, el darle vueltas al coco, el no saber gestionar el yo y la soledad. Aquí la confianza tiene que estar totalmente en Dios y la vocación ha de ser clara, porque es para muy, muy, muy pocos: ser cartujo no es algo para desearlo, sino para poder padecerlo.
La premisa del libro es crear cierta tensión explicando que de los cinco sólo uno se haría definitivamente cartujo. Vas viendo que hay mil cosas que lo complican todo, dificultades con las que no contaban, cosas que no se imaginaban que les pasarían.
La pena es que los nombres de los protagonistas cambian cuando hacen la primera profesión: yo estuve buena parte del libro perdido con eso de los nombres cambiados.
A la vez es interesante porque ocurre justo antes del Vaticano II. También hasta allí se arrastra la modernidad y las novedades, por lo menos discutibles, que van apareciendo.
Hace unos años vi una película-documental sobre cartujos que me gustó mucho. Creo que se titulaba "Le grand silence". Duraba más de tres horas
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