Hay un claro problema de timing cuando a las puertas de la Navidad, sonando los niños de san Ildefonso, yo me pongo a acordarme del Via Crucis que hicimos al final de mi estancia en Jerusalén, por el recorrido original: comenzó en lo que es ahora un colegio de niños árabes que pasaban bastante del variopinto grupo de variadas tonalidades de la fauna católica que se juntó allí.
He de decir que fue el Via Crucis más penitente posible: a las cinco de la tarde, calor tremendo, todos sudando, abriéndonos paso entre los musulmanes que no fueron en absoluto amables; hay que decir que en realidad se comportaron como gentuza, esto es así.
Para colmo, había unos españoles hablando a gritos, a los que tuve que callar. Os podéis imaginar cómo me miraron.
Ya digo, un Via Crucis en las peores condiciones posibles. Muy penitente a mi pesar. Íbamos a la carrera, los niños buenecitos a los que los bullies les van dando capones mientras tanto.
Era todo cuesta arriba. Rezamos la Salve en el mismo Calvario y el Regina Caeli junto al Santo Sepulcro, así que acabó todo muy bien y yo me llevé el recuerdo del peor Via Crucis posible que me podía imaginar. Pero peor fue el primero, un hombre convertido en gusano paseado por las calles de Jerusalén y ajusticiado en una cruz a la vista de todos.
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