Lo que vi primero fue a un grupo de chavales con la vestimenta característica (y las da igual el calor que haga, visten igual que en Vilna o Lodz en pleno agosto, en Jerusalén) que gritaban «Shabbes» a los coches. Unos soldados mantenían las cosas en sus justos límites:
Yo me acerqué a un grupo que estaba enfrente y le pregunté a uno que se estaba fumando un pitillo. Eran la oposición: judíos liberales que no debían tener nada mejor que hacer que tocar las narices a los ultraortodoxos encendiendo pitillos (algo prohibido en shabbat) en sus narices. Y habrá que preguntarse quiénes son los frikis ahí.
En donde estábamos resultó ser la calle de los Profetas, el primer ensanche de Jerusalén a finales del XIX, con su barrio etíope y casas de ingleses: una era nada más y nada menos que la del prerrafaelita Holman Hunt. Y así vamos de ilusión en ilusión.
Por allí me metí en Mea Shearim. Gracias a Dios no saqué el móvil ni hice fotos, algo que no está permitido en sábado. Era un barrio de casas viejas, cutres. En las paredes había grandes carteles en hebreo que me hubiera encantado poder leer: ahí descubrí las amarguras del analfabeto.
Había grupos de familias hasidim paseando por las calles vacías, el padre con la gabardina y el sombrero, la madre tapada hasta los pies (no van a tener cáncer de piel) y los cinco, siete, ocho hijos alrededor, siempre en grandísima armonía. Ni gritos, ni carreras, ni broncas. Podéis llamarles lo que queráis, pero amor por sus muchos hijos lo tienen por arrobas y eso a mí me impresionó mucho, también entre los palestinos. A diferencia de España, los niños son queridos en Israel.
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