Desde el avión quise identificar islas griegas. Cuando llegamos a Israel, sobrevolamos Tel Aviv, una ciudad nueva, de urbanismo racional, una utopía judía que me hubiera gustado mucho visitar despacio. Pero este año no tocaba.
Llegamos al aeropuerto de allí, porque la inmensa mayoría de los vuelos del país llegan ahí. Qué cortos: podían tener tres aeropuertos juntos, como aquí en Galicia.
De camino -de subida, siempre es subida- a Jerusalén llamaba la atención lo rocoso del paisaje, al menos por la carretera secundaria que nos llevaron, que pasaba al lado de ominosas alambradas.
Al poco, fuimos viendo los alrededores de la ciudad. Todo Israel es un uniforme color de edificios de piedra blanca. Dicen que es una ley de la época británica que no ha sido derogada.
Llevábamos en el microbús colectivo a un señor que iba a la Universidad Hebrea en el Monte Scopus, que me recordó mucho Oh, Jerusalén, un libro que leí hace muchos años y que descubrí estos días que me marcó mucho en mi visión de todo aquello.
Llegamos. Desde mi ventana -casi no se distingue: a la izquierda, sobre la muralla- se entreveía la cúpula del Santo Sepulcro.
La torre más grande es la de la Custodia Franciscana de Tierra Santa. A la derecha se ve algo de Notre Dame, otro nombre importante del libro de Dominique Lapierre y Larry Collins. Justo debajo, un descampado. Así todo en Jerusalén.
Hacía sol. Todo el tiempo, las tres semanas, hubo sol (y una nube suelta casa diez días). Era el sol de los teletubbies, sonriente, sin cerrar los ojos. Mínima de 20-22 y máxima de 30-33 todo el tiempo. Sudé bastante, para qué negarlo. Ha crecido enormemente mi admiración por el 98% de la humanidad que no tiene un clima moderado como el gallego.
La primera noche me desperté asado y pensé que no sobreviviría a tres semanas de calores nocturnos como ese, pero había un ventilador y abrí la ventana y acabé dormido como un bendito. No oí al muecín a las tantas de la mañana.
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