Mientras estaba yo en Italia, murió mi tío José Mari. No pude asistir a su entierro en Pancorbo.
Lo queríamos mucho. Era muy fácil quererle: siempre sonriente y chistoso, siempre optimista, ha sido un ejemplo de alegría y aceptación, sobre todo en estos años últimos de enfermedad dura.
Era muy fuerte, muy sólido, con los pies muy firmes en el suelo.
Le vimos por última vez en Talavera estas Navidades, porque pasaban temporadas allí, más cerca de mis primas. Fuimos a comer a un restaurante entre encinas, caminamos por un parque decorado con azulejos, nos reímos con sus nietos, unos niños encantadores, que eran unas lagartijas.
A mí me recordaba mucho a mí padre: era el que más se le parecía de los hermanos.
Mi tía me contaba, cuando hablé con ella a la vuelta, que hace poco le dijo él a alguien que parecía que Dios lo estaba preparando ya «para que le cuidara la huerta». Mi tío era labrador, el que se quedó en Pancorbo de todos los hermanos, viviendo al lado de la casa de mis abuelos. En Talavera se acercaba a hablar con los que estaban sembrando.
Ayer me acordaba también de la boda de mi primo David en Vitoria, de que bailó con mucho arte y con mucha elegancia con su hija Laura.
Y echando para atrás, cuando éramos pequeños, me acordaba de su alegría cuando llegábamos a Pancorbo. Nos quedábamos en la casa de los abuelos y luego había un día que íbamos a comer a la suya. Por la ventana veíamos las vías: «ya pasó el rápido de Miranda», decían.
Cuando hablé con mis primas acabamos riendo al recordarle: tan buen legado nos deja de bonhomía.
Lo queríamos mucho. Era muy fácil quererle: siempre sonriente y chistoso, siempre optimista, ha sido un ejemplo de alegría y aceptación, sobre todo en estos años últimos de enfermedad dura.
Era muy fuerte, muy sólido, con los pies muy firmes en el suelo.
Le vimos por última vez en Talavera estas Navidades, porque pasaban temporadas allí, más cerca de mis primas. Fuimos a comer a un restaurante entre encinas, caminamos por un parque decorado con azulejos, nos reímos con sus nietos, unos niños encantadores, que eran unas lagartijas.
A mí me recordaba mucho a mí padre: era el que más se le parecía de los hermanos.
Mi tía me contaba, cuando hablé con ella a la vuelta, que hace poco le dijo él a alguien que parecía que Dios lo estaba preparando ya «para que le cuidara la huerta». Mi tío era labrador, el que se quedó en Pancorbo de todos los hermanos, viviendo al lado de la casa de mis abuelos. En Talavera se acercaba a hablar con los que estaban sembrando.
Ayer me acordaba también de la boda de mi primo David en Vitoria, de que bailó con mucho arte y con mucha elegancia con su hija Laura.
Y echando para atrás, cuando éramos pequeños, me acordaba de su alegría cuando llegábamos a Pancorbo. Nos quedábamos en la casa de los abuelos y luego había un día que íbamos a comer a la suya. Por la ventana veíamos las vías: «ya pasó el rápido de Miranda», decían.
Cuando hablé con mis primas acabamos riendo al recordarle: tan buen legado nos deja de bonhomía.
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