La beatificación de don Álvaro fue como una ventanita abierta al cielo, que el primer día, benévolo, nos trajo nubes que mitigaran tanto sol y al siguiente nos mandó gotitas algún rato, para ver si caíamos en la cuenta de la lluvia de gracias.
Estaba allí una partecica de la Iglesia universal en oración, representándola a toda: y por eso el latín y el mensaje del Papa, centrado en el «gracias, perdón y ayúdame más» del nuevo beato. Que estuviéramos en Madrid era secundario y por eso estaba tan bien estar en Valdebebas, el valle escondido detrás de la ciudad, que ni vimos, a cuenta de rodear por tanta M-40.
Las aceras hechas, los bloques sin construir y en los parterres plantas aromáticas (lavanda, espliego, tomillo - o lo que fuesen, que yo no las distingo-: no voy a continuar con la metáfora, que creo que se pilla, del ya, pero todavia no): estábamos tan a gusto, a pesar de los pesares -y seguro que juntábamos un montón de defectos entre todos, muchos si me pongo a extrapolar los míos a los demás, que no debería- con un atisbo allí de lo que será el cielo, que lo hubiéramos prolongado muy contentos, saludando a los que llevabas años sin ver, con ganas de continuar conversaciones solo esbozadas y esperando cruzarte con los que no podías ver pero sabías que estaban allí.
Pero estábamos allí para alegrarnos de la posibilidad y realidad de la santidad, de Dios que está pendiente de nosotros, y por eso todo llevaba a lo central: facilitar los sacramentos, la confesión y la comunión. Y la liturgia que preparaba para ello, con un uso generosísimo de la trompeta (¡qué bien!) y unos textos preciosos.
El autobús -qué siglo XX es como medio de transporte- nos llevó y nos trajo con bien del valle de Valdebebas (parecía que íbamos en diligencia).
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