Llamábamos barracas a las atracciones de feria. Y era como el paraíso, aunque pasabas miedo en el tren de la bruja o en esos artilugios como pulpos que te volvían el estómago del revés.
Ayer pasé por la feria en la Alameda, que está puesta desde el jueves (aquí se celebra la fiesta civil de la Ascensión -paradojas de la España convulsa postcatólica pero no del todo-).
Iba todo contento con las cartas de Florenski y el diario de Nicolae Steinhardt, que había comprado para la biblioteca. Y fue como pegarse un chapuzón de vida; me hacía falta, a mí que estoy demasiado rodeado de libros y vivo en torno a esa burbuja llamada Universidad.
Tanto darle vueltas estos días al dolor y al miedo y era una alegría ver las caras de susto y de risa de los que se habían subido en una especie de barca mecánica que les daba vueltas, les subía, bajaba y estrujaba. Los gritos de miedo -pero de mentirijillas- de los niños en una especie de toro mecánico infantil, la camaradería de los macarrillas. Y el olor a pulpo (feria autóctona), a gominolas. La noria, que aquí sirve de primer anuncio de los exámenes de junio.
Y me gustaría escribir como se merece de las barracas, como lo hizo en un cuento que recuerdo algo vagamente Ignacio Aldecoa. Y no sé por qué me acuerdo también de dos gloriosos cuentos sobre el bingo, uno de Carver y otro de una antología de relatos españoles de Pedro de Miguel y Joséluis González.
[Media hora después, descubro que hay un buen reportaje de Nacho Mirás en La voz, con dos coletillas, esta y esta].
Ayer pasé por la feria en la Alameda, que está puesta desde el jueves (aquí se celebra la fiesta civil de la Ascensión -paradojas de la España convulsa postcatólica pero no del todo-).
Iba todo contento con las cartas de Florenski y el diario de Nicolae Steinhardt, que había comprado para la biblioteca. Y fue como pegarse un chapuzón de vida; me hacía falta, a mí que estoy demasiado rodeado de libros y vivo en torno a esa burbuja llamada Universidad.
Tanto darle vueltas estos días al dolor y al miedo y era una alegría ver las caras de susto y de risa de los que se habían subido en una especie de barca mecánica que les daba vueltas, les subía, bajaba y estrujaba. Los gritos de miedo -pero de mentirijillas- de los niños en una especie de toro mecánico infantil, la camaradería de los macarrillas. Y el olor a pulpo (feria autóctona), a gominolas. La noria, que aquí sirve de primer anuncio de los exámenes de junio.
Y me gustaría escribir como se merece de las barracas, como lo hizo en un cuento que recuerdo algo vagamente Ignacio Aldecoa. Y no sé por qué me acuerdo también de dos gloriosos cuentos sobre el bingo, uno de Carver y otro de una antología de relatos españoles de Pedro de Miguel y Joséluis González.
[Media hora después, descubro que hay un buen reportaje de Nacho Mirás en La voz, con dos coletillas, esta y esta].
"la camaradería de los macarrillas", que bien (en todos los sentidos de la palabra 'bien') visto.
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