Liturgia de los días. Un breviario de Castilla, de José Antonio Martínez Climent, que vive cerca de Valladolid y que habla sobre ella, aunque también nos va contando de su infancia valenciana y de estancias en países lejanos, mundo adelante, trabajando en estudios de observación de animales.
Me gustó reconocer el espacio que más retrata, donde vive, el valle por la zona de Cigales, Cabezón de Pisuerga, por ahí, esos campos que he visto cuando iba de Valladolid a Palencia, por donde pasa el Canal de Castilla. Me gusta también que describa lo que cuesta hacerse, un forastero como él, a la vida en un pueblo castellano, lo difícil que resulta hasta entrar en un bar y que la gente tenga una cierta cercanía. Me interesa mucho su descripción de la Castilla actual, tan aherrojada en el Estado: todas las ruinas con carteles, todo regulado, todo desacralizado, todo abandonado.
De Castilla, en cierto modo rechaza acercamientos muy asentados, más los de Delibes que los de Jiménez Lozano. Por decir algo, él describe mucho más en detalle el paisaje; en él Castilla está más plena, aunque sea porque describe todas esas aves que yo soy incapaz no ya de nombrar, sino de ver siquiera.
Quizá el libro sea demasiado retrato y menos de lo que debiera diario, porque hay mucho de un modo elusivo de hablar de otros periodos de su vida: en paisajes escandinavos, por ejemplo que quedan demasiado en esbozo.
También el esfuerzo por encontrar una trascendencia: interesante que explore la noción del monasterio y sus huellas, que a ratos parece que va a cuajar, pero hay mucho de sincretismo a lo Frazer y planteamientos de esos tan circulados en historia de las religiones sobre lo numinoso y lo profano y lo sagrado que son un poco inmanejables, de tan inaprensibles.
Os dejo un ejemplo que creo que es bastante representativo:
La voz de pinzones, mirlos y verdecillos anuncia desde el soto el cambio de estación. La gigantesca rotación de las casas celestes, la hinchazón telúrica de la tierra, han comenzado de nuevo su viejo canon. Desde la ventana me llega el manso platear del Canal de Castilla entre las ramas de los chopos aún sin hojas. Los primeros milanos negros han llegado desde sus cuarteles en morería; pespuntean el aire dejando amplias perspectivas de silencio y de luz. La tímida agilidad de su vuelo, frente a la pausada solemnidad de los milanos reales que reinan en valles y páramos durante el invierno, pone de nuevo a Castilla en el dilema entre el románico y el gótico: indecisa y sabia, esta tierra acoge a ambos. Cabe imaginar a los viejos cister cavando sus huertos claustrales, dejando el azadón para levantar la vista y ver que en el cielo se clava el primer milano que anuncia el gigantesco movimiento de la faja zodiacal, recibido con una sonrisa mientras se seca el sudor de la frente, pues para él, el paso del ave sobre el claro del monasterio confirma un inconmensurable mandato divino.
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