miércoles, 22 de mayo de 2019

El padre Esteban Centenares

He estado leyendo las Vidas del Padre Maestro Juan de Avila, primero la de Fray Luis de Granada y luego la del Licenciado Luis Muñoz (ed. L. Sala Balust. Barcelona: Juan Flors, 1964 [el texto entero, aquí]) y me ha llamado especialmente la atención la parte dedicada a sus discípulos. El más llamativo de ellos es Esteban de Centenares, paje de Fernando el Católico, estudioso en Salamanca de saberes arcanos, especialmente la astrología, que lo deja todo y acaba por Sierra Morena, como don Quijote. Qué maravilla la de su vida, qué impresionante ese bucolismo verdadero al que llega, el sí un Quijote logrado:
Tuvo noticia el santo Centenares que en Fuenteovejuna y grande parte de Sierra Morena y otros despoblados del obispado de Córdoba habitaban cabreros, colmeneros, cazadores, pastores y otra gente poco menos que bárbara. Abríganse en chozas y cabañas, y otros que entienden en cultivar la tierra, en los cortijos, en casas mal formadas. Padecían notable falta de dotrina y sacramentos, y muchas veces peligraba el del bautismo. Habiendo reconocido el estado de esta gente, entendió que estas necesidades eran las Indias que su Maestro le dijo, y a que le llamaba Dios. (...).
Este género de vida tan raro y de tan gran merecimiento abrazó el padre Esteban Centenares y perseveró en él cuarenta años, juntando con eminencia los dos grados más excelentes de la Iglesia: la vida solitaria y ministerios apostólicos. Vivió como anacoreta recogido en una iglesia en aquella soledad; gastaba la mayor parte del tiempo en oración y contemplación altísima; jamás estaba ocioso, ya en los libros, ya en ejercicios de penitencia y trabajo de manos. Tenía junto a su estancia un huertecillo que cultivaba y, regando con el sudor de su rostro, le daba, con sus verduras, parca y penitente mesa. Alcanzó aquel candor de ánimo, aquella pureza de los antiguos padres del desierto; viéronle muchas veces jugar con las anguilas de los ríos, y los peces venírsele a las manos, y, halagados, los volvía al agua; ninguno se halló burlado, jamás los tomó para el sustento. A un conejillo que le comía su huerto le castigó con unas varas, y riñéndole le dejó ir libre, mandándole no volviese; obedecióle, sin que animal de aquella especie o otra atravesase sus lindes (307-308).

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