Fui el viernes a Madrid y volví el sábado: me dio para coger aire allí, en el rompeolas de todas las Españas.
En El Prado me metí en las salas de pintura italiana (no veneciana) hasta el 1600 y volví a pensar que no están a la altura del resto del Museo. Miraba yo los cuadros de Rafael, que luego resulta que siempre son o de taller o en colaboración (sólo me impresiona de verdad el retrato del cardenal) y echaba de menos algo a la altura de la Virgen de la pradera de Viena. Me paré en los cuadros de Andrea del Sarto, Parmigianino, Luini, Correggio, Sebastiano del Piombo y varios italianos más que nunca había oído y que se metían ya en el XVII y bueno, bien, pero echaba yo de menos una colección como la que tienen en la National Gallery de Londres. Todo fue «bien, pero».
Al lado estaba la sala de Pedro Berruguete, básicamente retablos de santo Tomás de Ávila y la Virgen de la Leche. Ahí hubo un momento WTF, mientras miraba yo el Auto de fe presidido por santo Domingo de Guzmán y me encontré con que estaba rodeado de cuatro o cinco niños de siete años, no más, a mi alrededor, atentos a la tremenda escena y con el oído puesto cada uno en su audioguía. Yo había estado intentando pensar qué pensaba Berruguete al representar algo así, pero me despisté. Las madres de las criaturas, mientras, miraban sus móviles.
Por decir que la había visto, fui a la exposición de los 200 años del Museo, en donde habían puesto los cuadros mejores del Museo y otros perfectamente prescindibles. Yo ahí me volví a parar en el Cristo de Velázquez, tan sereno, con el halo divino y esa madera del madero tan realista justo detrás, y me fijé en la sangre, que es mucha pero no hace la escena sangrienta: es un Cristo que está muriendo eternamente, con los pies clavados pero separados, para estar así siempre, de pie: es un Cristo sacerdote.
Y me paré en una Inmaculada de Murillo y en una Virgen de Alonso Cano, que veo ahora que llaman La Virgen del Lucero:
Y ya pensaba que me había valido con eso todo el viaje, pero me quedaba lo mejor.
En El Prado me metí en las salas de pintura italiana (no veneciana) hasta el 1600 y volví a pensar que no están a la altura del resto del Museo. Miraba yo los cuadros de Rafael, que luego resulta que siempre son o de taller o en colaboración (sólo me impresiona de verdad el retrato del cardenal) y echaba de menos algo a la altura de la Virgen de la pradera de Viena. Me paré en los cuadros de Andrea del Sarto, Parmigianino, Luini, Correggio, Sebastiano del Piombo y varios italianos más que nunca había oído y que se metían ya en el XVII y bueno, bien, pero echaba yo de menos una colección como la que tienen en la National Gallery de Londres. Todo fue «bien, pero».
Al lado estaba la sala de Pedro Berruguete, básicamente retablos de santo Tomás de Ávila y la Virgen de la Leche. Ahí hubo un momento WTF, mientras miraba yo el Auto de fe presidido por santo Domingo de Guzmán y me encontré con que estaba rodeado de cuatro o cinco niños de siete años, no más, a mi alrededor, atentos a la tremenda escena y con el oído puesto cada uno en su audioguía. Yo había estado intentando pensar qué pensaba Berruguete al representar algo así, pero me despisté. Las madres de las criaturas, mientras, miraban sus móviles.
Por decir que la había visto, fui a la exposición de los 200 años del Museo, en donde habían puesto los cuadros mejores del Museo y otros perfectamente prescindibles. Yo ahí me volví a parar en el Cristo de Velázquez, tan sereno, con el halo divino y esa madera del madero tan realista justo detrás, y me fijé en la sangre, que es mucha pero no hace la escena sangrienta: es un Cristo que está muriendo eternamente, con los pies clavados pero separados, para estar así siempre, de pie: es un Cristo sacerdote.
Y me paré en una Inmaculada de Murillo y en una Virgen de Alonso Cano, que veo ahora que llaman La Virgen del Lucero:
Y ya pensaba que me había valido con eso todo el viaje, pero me quedaba lo mejor.
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