Nos separaban de los demás pasajeros algunos bancos vacíos. Durante toda la noche, dos guardianes no se apartaron de nosotros y el tercero permaneció de pie junto al último banco vacío, de donde echaba a los obstinados viajeros que pretendían ocuparlo. En Sverdlovsk estuvimos juntos el uno al lado del otro, pero en aquel oscuro vagón nos sentaron de frente, en el lado de la ventanilla. Las noches ya eran blancas y ante nuestra vista desfilaban los bosques de los Urales, las estaciones y las colinas. La vía férrea atravesaba espesos bosques y Mandelstam no se apartó de la ventanilla en toda la noche. Era la tercera o la cuarta noche que no dormía.
El viaje lo hicimos en vagones y barcos repletos, pasábamos largas horas de espera en estaciones bulliciosas, atiborradas de gente, pero en ningún sitio se prestó atención a un espectáculo tan insólito como el de un hombre y una mujer bajo la custodia de tres soldados. Nadie se volvía siquiera para mirarnos. ¿Acaso estarían habituados en los Urales a semejantes espectáculos o temían, simplemente, el contagio? ¡Quién sabe! Lo más probable es que fuera la exteriorización de una especial etiqueta soviética, a la cual se atiene firmemente nuestro pueblo a lo largo de muchos decenios: si las autoridades los deportan, por algo será y yo nada tengo que ver con ello. La indiferencia de la gente dolía y atormentaba a Mandelstam: «Antes daban limosna a los presos y ahora ni siquiera los miran». Me susurraba al oído, con espanto, que ante los ojos de semejante muchedumbre podían hacer cualquier cosa con el preso: matarlo, despedazarlo, sin que nadie se inmutase, sin que nadie interviniese. Los espectadores se limitarían a volverse de espaldas, para evitar un espectáculo desagradable. Durante todo el viaje me esforcé por captar alguna mirada, pero no lo conseguí.
¿Tal vez sólo en los Urales fueran tan insensibles? En 1938 viví en Strunino, a cien kilómetros y pico de Moscú; era un pueblecito textil en la línea férrea de Yaroslavl, por la cual pasaban en aquel tiempo convoyes repletos de presos. Los vecinos de la dueña de la casa donde yo vivía sólo hablaban de esos convoyes. Les ofendía que les prohibieran compadecerse de los presos y que no pudiesen darles pan. Un día, mi patrona se las ingenió para tirar por la ventanuca rota y enrejada del vagón una chocolatina que llevaba para su hija. ¡Rara golosina en una mísera familia obrera! El centinela la apartó de allí con la culata, al tiempo que la llenaba de insultos, pero ella se sintió feliz todo el día: ¡pese a todo había conseguido hacer algo! Bien es cierto que una de las vecinas comentó con un suspiro: «¡Más vale no meterse en eso! ... Te harán la vida imposible ... ¡Te mandarán de comité en comité!». Pero mi patrona «estaba en casa», es decir, no trabajaba en ninguna parte y por eso no le tenía miedo al comité de fábrica.
¿Comprenderá alguien de las generaciones futuras lo que significaba en 1938 esa chocolatina con un cromo infantil en el asfixiante vagón-jaula lleno de condenados? Esos hombres para quienes el tiempo se había detenido y el espacio quedó convertido en un calabozo, una celda, una garita, que sólo podían estar de pie en un vagón repleto hasta los topes de mercancía humana medio muerta, rechazados, olvidados, borrados de la lista de los vivos sin nombre ni mote, numerados, sellados, enviados bajo recibo a la negra inexistencia de los campos, habían recibido, de pronto, el primer mensaje, el primero a lo largo de muchos meses, de otro mundo, ahora prohibido para ellos: una barata chocolatina infantil que les decía que no estaban olvidados aún y que al otro lado de la cárcel aún vivía gente.
*Contra toda esperanza. Memorias, Barcelona: El Acantilado, 2012: 98-9.
No hay comentarios:
Publicar un comentario