lunes, 24 de noviembre de 2014

XXI Güelfos

Es este el libro de un amigo. Y nadie me dirá que no soy objetivo (espero) al hablar de él con mis mejores elogios: ya lo admiraba como escritor antes de conocerlo en persona. Primero leí aquellas entradas de su blog con enorme admiración, luego me empecé a escribir con él, más adelante me mandó esta recopilación en su versión previa en pdf (que leí con asombro admirado, como si viera aquellos textos por primera vez), y luego ya nos conocimos. Ahora que he leído por tercera vez los textos en el libro en papel, la sorpresa ha sido seguir descubriendo más niveles de significado y nuevas sugerencias en estos ensayos de profundidad a la altura de su alto valor literario.

Es decir, que elogio el libro de un amigo con convicción y por sus méritos intrínsecos. «En la juventud la amistad es desaforada. En la madurez, rara y desengañada» (94-95), dice el autor, dándome otro argumento de objetividad.



«XXI Guelfos»: el título difícil es una clave. Es un libro para leerlo con atención y esfuerzo. Yo intuyo que el autor querría seguir siempre la alegría de contar lo hermoso y por ello sencillo, pero este libro está escrito en nuestro mundo desquiciado por atajos simplificadores y simplones -sean de peperos, de convergentes o de podemitas- y tiene que plantarles cara, incluso ante el riesgo de topar con el muro de la inefabilidad de querernos transmitir lo más grande o el de la imposibilidad de explicar el abismo del límite. A nosotros, metidos en la caverna, tiene que explicarnos qué nos está pasando, y eso sin que contemos con un bagaje de lecturas a la altura de las suyas.

«XXI Guelfos» son "21 principios güelfos" de un escritor que se define como reaccionario, católico, conservador y moderado: reaccionario a su pesar (que también existe el riesgo de presumir de reaccionario: a mí me pasó; leí a Bloy y creí que podía igualarme a él sin pasar por sus sufrimientos), católico (que no triunfalista -más bien lo contrario, si la fe no estuviese como ancla- ni apologético: nada más lejos de él ese «por los silogismos hacia Dios»; en cambio, la paradoja es su detector de agujeros negros). Es también conservador y por ello apocalíptico con estoicismo: esperando el desastre con paciencia, seguro de que en realidad no es el final. Y por fin, moderado: «heterodoxo en su ortodoxia» pero sin ser irritante. No está él (ni yo ya) para trincheras mediáticas: no hay en este libro nada del ambiente apresurado del «nosotros tenemos que vencer ya a los malos».

Su guía es san Bernardo –y es una pista en la que me gustaría seguirle, porque casi no sé de él (Bloy también lo admiraba). Su ideal es el del monaquismo, pero siendo como es un padre de familia en una metrópoli, lo que le interesa es no el mundo –en el mal sentido- sino seguir la búsqueda que hizo la tradición monástica (ojo, que lo de copiar manuscritos clásicos estuvo muy bien, pero los monjes medievales apuntaban a tesoros mucho más valiosos: la unión con Dios).
Frente a la escolástica especulativa, que no desprecia, el autor prefiere seguir la tradición de la literatura espiritual –en el sentido más fuerte de la palabra, que tan bien conoce-, para alcanzar una «experiencia directa, carnal de la economía de la salvación». Y cito, también de su comentario a un libro de Jean Leclerq: «sólo la escatología del bien es capaz de tensar la gramática del ser. Tras ella la belleza y la verdad se abrazan y se persiguen en puntos de fuga hacia la santidad inaccesible de Dios que, empero, se manifiesta en las letras de un deseo insaciable» (21-22).

A mí todo esto que le leo me entusiasma y me consuela. Comprendo también que sea minoritario. Pero leo un párrafo como el siguiente y tengo para pensar largo rato: «Pablo de Tarso descubre en el escándalo de la cruz la palabra eterna que sostiene el mundo. En lo humillado se revela, con una urgencia histórica que el fuego heraclíteo desconoce, el plan de Dios. Oculto a todas las fuerzas cósmicas, sólo se hace visible a los hombres mediante la fe en Jesucristo. Si para Heráclito el cosmos es un desgarro ontológico, para san Pablo es una esperanza teológica» (49).

No puedo entrar a explicar en detalle el discurso del libro: me lo tengo que hacer comprender a mí mismo antes, en otras nuevas lecturas que serán placenteras y provocadoras. Pero leed su comentario a Sangre Sabia de Flannery O'Connor, lo más luminoso que recuerdo haber leído sobre esa novela, o el ensayo sobre el Plan Bolonia como objet trouvé. Ah, y tengo que leer a Morand.

4 comentarios:

  1. Estoy de vacaciones de mi blog para leer, entre otras cosas, esta entrada en toda su dimensión, así como las de tu ¿sobrino? de Soria. Esto es así.

    Un abrazo

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  2. Mi opinión de tu hermoso comentario no se puede decir mejor que con tu frase: A mí todo esto que le leo me entusiasma y me consuela. Me apunto el libro; su blog lo había visitado alguna vez. Gracias

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  3. Muchas gracias a los dos, me alegra que tengáis tiempo para leer cosas como esa.

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  4. No leas a Morand, no merece la pena. Bueno, los poemas de M-Christine, sí. Güelfos somos y en el camino nos encontraremos, a veces.

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