«Nos enseñaban, sobre todo, gramática, historia sagrada y cuentas. La enseñanza de la geografía reducíase al nombre de las cuarenta y nueve provincias españolas, sus confines y sus capitales. Cuando tocaban cuentas, el dómine las planteaba en los pizarrones y allí nos dejaba con la greda en la mano. Abstrusos problemas de mercaderes, reducciones de arrobas, celemines y fanegas, que nunca aprendí a resolver. Tornaba el hombre al rato, con la colilla en los labios, y examinaba atentamente las operaciones. Seguía adelante, si la cosa iba bien, y, si no, tomaba con su manaza la motilona cabeza y la sacudía repetidas veces contra el tablero por toda explicación. Los testarazos repercutían lóbregamente en mi interior, y he visto resbalar muchas lágrimas por las mocosas mejillas de mis compañeros». (31-32)
«Arrodillado al lado de mi madre seguía el sacrificio en su propio eucologio. Al alzar, al ver a todos, señores y labrantines, hinojados y con la cerviz humillada, sentíame como transfigurado y me parecía natural escapar por una vidriera, volando, como los anillos de incienso que se deformaban en los rayos del sol. Esta misa dominical me fascinaba y me torturaba al mismo tiempo. Atormentábame, sobre todo, aquello de que es más difícil que un rico entre en el paraíso que un camello pase por el ojo de una aguja; pues no colegía por dónde podríamos salvarnos nosotros. Repetidas veces había escuchado bromas de mi padre contra la religión y sus ministros, y es posible que, a pesar de sus dádivas, tuviera fama de liberalote y aun de hereje. Su carácter regocijado le llevaba a hacer, hasta en el mismo templo, alguna que otra trastada inocente. En pleno oficio, en algún silencio oportuno, dejaba caer al suelo su bastón de árgoma, grave como un cayado, con el consiguiente escándalo de los feligreses. Todo esto me acongojaba y ya veía arder a mi padre en los profundos mientras los demás gozábamos de la bienaventuranza eterna». (35)
«Pegado a ésta [la Iglesia] estaba el camposanto. Denotábase por una cruz torcida, sobre una puerta de madera, llena de rendijas y agujeros. Si alguna vez nos aventurábamos por aquel lado, echábamos una mirada de reojo y apresurábamos el paso. Más tarde me atreví a mirar por entre las tablas mal unidas y aun a empujarlas un poco: cruces herrumbrosas, entre un verde espinoso de ortigas, gleba removida en algunos sitios y nada más. Una mañana se abrió de par en par para nosotros: había muerto don Fermín, el maestro. Íbamos detrás de cuatro mocetones que cargaban a pulso una gran caja negra. En un rincón del cementerio abríase una sepultura de la que un hombre extraía una tierra rojiza y pegajosa. De vez en cuando se detenía y limpiaba con un guijarro la pala brillante. Descendieron al hoyo el mal cepillado ataúd y echaron sobre él los terrones que sobraban. Entre los yerbajos quebrados levantábase la nueva tumba con esa pompa efímera que hincha los jergones recién mullidos. Había por allí cerca algo con una puertecilla y un ventano, por el que solían curiosear algunos muchachos. Una tarde trepé como pude, me asomé no sin temor, y vi que estaba mediado de huesos blancos y pulidos; era el osario. Caí a tierra como un gorrión. Emprendí veloz carrera y no paré hasta dar con los abiertos brazos de mi madre». (36)
[En Madrid] «Los pregones eran variados y pintorescos: frutas y hortalizas, lienzos y puntillas, traperos, amoladores, lañadores y paragüeros, casi todos gallegos, de charla lenta y alba camisa. Y, sobre todo, un burrito ceniciento que pasaba regularmente con dos enormes alforjas de esparto llenas de cacharros vidriados y que parecía ocupar toda la calzada. De cuando en cuando, un guindilla». (48)
miércoles, 7 de mayo de 2014
La patria desconocida y 2
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Me gusta mucho. Ya me he hecho con alguno de sus libros. Gracias Ángel.
ResponderEliminarEscribe muy bien, ¿no?
ResponderEliminarUn abrazo
No tiene desperdicio.
ResponderEliminar¿Aún sigue en pie la oferta del PDF?
ResponderEliminar¡Yo también lo quiero!