Me invitaron a merendar en una finca del páramo, cerca de Valladolid.
Llegué un cuarto de hora antes y metí el coche casi en la cocina. No me acordé de llevar nada, solo la molestia suplementaria de mi régimen sin sal.
Hacía sol de calor suave. Al final de la tarde se puso majestuoso muy lejos al fondo.
Me pasearon por los edificios. El color de las puertas era del que Aurora me había señalado, y era verdad: ese verde gastado metálico es muy de por la meseta. Había paredes de adobe. Había una casa de piedra blanca y ladrillo rojo oscuro. Y maquinaria como la de mi tío José Mari: cosechadoras, aventadoras, tractores (y un John Deere de juguete, de puro hierro).
Fuimos a ver un campo de garbanzos: esas plantas secas que plantaba mi abuelo Epi.
El gusto de oler a trigo almacenado en la panera.
En el porche estaba sentada la abuela (de frases memorables, aunque ya no ahora). A su lado una nieta -lánguida por guapa- leía un Tintín. Otra más joven apareció después. A las dos las rondaba el perro, que subía las patas a la mesa y al que trataban como a un hermano pequeño un poco pesado.
Los varones hablaban todos con alegría de las labores agropecuarias, de los datos de la producción de cereal.
El padre me enseñó pequeños objetos arqueológicos, muy bonitos, que habían encontrado por allí.
La novia catalana había traído butifarra de muchos tipos: yo me comí -ay- solo una, amargada además por la conciencia de estarme saltando el tiránico régimen.
Estaba también una tía -vestida de verano en el campo- y su hijo calvo y barbudo que parecía un motero: hablaron con entusiasmo de un poema de Belloc.
La catalana hizo una tarta para recordar.
Bebí dos copas de champán, aunque no debía (también -ay- me han pillado por el ácido úrico).
Apareció otra tía al final: la conocía yo de vista, de la Universidad cuando en Valladolid. Presumía de enfermedades ligeras que nadie se tomaba en serio.
Y como siempre, la madre en segundo plano. Pero era la clave, claro.
El páramo tiene mala fama, pero este es una tierra feraz, con agua debajo y mucho cereal encima. En la Biblia los montes son malos y serán allanados: la llanura verdeará. El paraíso será un páramo.
Preciosa descripción.
ResponderEliminarCoincido con Ignacio. Y te habrás quedado a gusto con la última línea; me imagino a más de un odiacastilla retorciéndose de ira...
ResponderEliminarCómo te entiendo, Ángel. Y luego, ¡qué diferentes son los llanos! Porque la Moraña no tiene nada que ver con los llanos palentinos o burgaleses, en llanos hay tantos matices como en montañas.
ResponderEliminarFeraz literatura también, con mucha agua por debajo.
ResponderEliminarRedonda entrada. Lo de las montañas me ha hecho pensar: no me imagino el paraíso como un páramo, si acaso como una playa, parecida a la del final de "El árbol de la vida" de Malick.
ResponderEliminarMuchas gracias, Ignacio.
ResponderEliminarAntón, no sabes lo que he disfrutado pasando por páramos en torno a Valladolid.
Sí que hay distintas llanuras, Aurora. Me viene ahora a la cabeza la zona en torno a Villalba, en Lugo, la "terra cha" (=tierra llana), que a mí también me gusta mucho.
Cuando me contaron, Enrique, que había una capa freática muy a ras del suelo caí en la cuenta de por qué el páramo aquel era tan feraz.
Verónica, es algo muy repetido en el Antiguo Testamento lo de la llanura que verdece como el paraíso (y tiene paralelos muy interesantes en la tradición indoeuropea también), frente a los montes, que se levantan en su soberbia y son lo contrario a lo llano. Luego está la imagen del cielo como navegación al Oeste, que está en la tradición irlandesa (y también en Tolkien: el final del Señor de los Anillos) y es también muy bonita.
Ya me gustó el texto cuando lo leí, el otro día. El domingo, volviendo de Zaragoza y pasando por una parte menos conocida de Los Monegros (Leciñena, Sierra de Alcubierre, Lanaja, Sariñena , San Lorenzo del Flumen ...) y, cayendo en la cuenta de que esa carretera, que no suelo coger, era la que solía hacer con mi padre, mal conductor entonces y poco amigo de carreteras nacionales, para llevarme a mí a Zaragoza cuando tenía unos doce años, vi las puertas de las que habla Aurora, y las eras que ya no se utilizan, igual que alguna maquinaria y edificios semiabandonados. Y los colores pardos y los cielos enormes, y el cierzo. En fin, caí en la cuenta de que ese paisaje que entonces atravesaba a primera hora de la mañana varias veces al año camino del internado de Zaragoza era el que me parecía habitual, familiar, y que realmente era, y es, muy duro a la vista, y cuánto nos marcan estas cosas cuando somos jóvenes, si miras bien.
ResponderEliminarUn abrazo
Qué bonito lo que cuentas, José Luis. Los Monegros, eso sí que es dureza.
ResponderEliminar