En septiembre de 2017 contaba mi estancia de tres semanas en Jerusalén. Comenzaba casi con el Santo Sepulcro, mi lugar más frecuentado y más querido de la Tierra Santa. Allí es evidente la división entre cristianos.
Yo iba a un curso de lenguas clásicas con método de lenguas vivas. Aquí cuento mi fracaso.
Conocí el mar de Tiberíades, pero antes un sitio que me recordó a la parábola del Buen Samaritano. Me emocioné en Tagba y visité Cafarnaúm. Recuerdo, del Monte de las Bienaventuranzas, el calor y las vistas. Visité el Cenáculo. Y la piscina probática. Estuve en el barrio de Mea Shearim.
Mientras, en ese mes me iba a un Congreso a Oxford, que empecé a contar a la vez que lo de Tierra Santa. Estuve en Christ Church, oyendo el Evensong.
Mientras contaba al alimón sobre Tierra Santa y Oxford, me fui a cortar el pelo y pasé por una exposición de arte contemporáneo. También reseñaba un libro de Juaristi, sobre surrealistas y estructuralistas en los años 40.
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