Se cumple más o menos ahora un año de
una memorable reunión de amigos en Madrid, aunque fue ahí donde lancé un anatema contra los romanos en plena comida: una estupidez como una casa que me ha ido reconcomiendo mi orgullo todo este tiempo (exagero, pero bueno,
tú ya sabes).
Todo venía de algo que había leído en Simone Weil (qué gran hereje es). Por suerte, tengo a Rémi Brague para ayudarme (menciona -p. 26- como anti-romanos a ella y a Heidegger; en cambio Hannah Arendt no cayó en ello): a propósito de aquello suyo de
la inclusión y la digestión del saber me fui a buscar su libro
Europa, la vía romana. que ahora os recomiendo con todas mis fuerzas y sin cautela alguna: es grandioso, memorable, claro y fundamental.
Esta es su tesis (23):
Propongo, pues, como tesis: Europa no es solo griega ni solo hebraica, ni siquiera greco-hebraica. Es también decididamente romana, «Atenas y Jerusalén» ciertamente, pero también Roma. No quiero acentuar con eso, una vez más, la trivial evidencia de la presencia, al lado de otras fuentes de nuestra cultura, de una influencia romana. No intento sugerir que el elemento romano constituya la síntesis de los otros dos. Pretendo, más radicalmente, que nosotros no somos ni podemos ser «griegos» y «judíos» más que porque primero somos «romanos».
Así que no se trata de hablar de acueductos (solo). Todavía peor sería caer en las dinámicas tipo Astérix, esas búsquedas de lo «galo» originario para oponerlo a lo «romano», visto como una suma de lo que se percibe como negativo, desde la Iglesia romana a esa idea de los romanos como brutotes y rurales (24). Él afirma:
En cuanto francés, me enorgullezco así de ser heredero de una nación de traidores: los galos, que han sido lo bastante inteligentes como para dejarse arrancar su autenticidad -con la encantadora costumbre, entre otras cosas, de los sacrificios humanos- en beneficio de la civilización romana (98).
Y entonces, qué es entonces lo romano, según Brague:
Ser romano es tener la experiencia de lo viejo como nuevo y como aquello que se renueva por su transplantación a un suelo nuevo, transplantación que hace de lo que era viejo el principio de nuevos desarrollos (29).
La «actitud romana» es la de aquello que se sabe llamado a renovar lo antiguo. Frente a lo griego, es clave en la idea de lo romano un sentimiento de inferioridad: tener por encima el helenismo y por debajo una barbarie que someter (32). Pero mejor dicho todavía más adelante:
La tesis del presente ensayo se halla exactamente en oposición a toda orgullosa reivindicación de haberlo inventado todo, frente a gentes que «no han inventado nada». Decir que somos romanos es todo lo contrario de una identificación con un prestigioso antepasado. Es una expropiación, no una reivindicación. Es reconocer que en el fondo no hemos inventado nada, pero que hemos sabido transmitir, sin interrumpirlo, sino resituándonos en él, un caudal que viene de más arriba (71).
Esa es la grandeza de los romanos, esa conciencia de inferioridad que lleva a sobreponerse, para llegar a la altura de esos ideales:
El sueño de la filología era hacernos volver a ser griegos. Tal sueño se ha realizado. Pero de manera irónica. Hemos querido saltar por encima de los romanos para llegar a ser nosotros mismos los modelos de la cultura. Al hacerlo hemos suprimido la distancia entre lo griego y el bárbaro que constituía la romanidad misma, distancia que permitía la enculturación. Nos hemos vuelto así bárbaros, y no ya bárbaros helenizados, sino griegos barbarizados, solo conscientes a medias de su propia barbarie (128).
¿Veis por qué estoy tan entusiasmado con este libro? Y todo ello aderezado de sugerencias fascinantes, como la idea del colonialismo en paralelo con la idea de Europa respecto al ideal:
Cabría atreverse a decir que el ardor conquistador de Europa ha tenido mucho tiempo, entre sus más secretos resortes, el deseo de compensar, por la dominación de pueblos considerados inferiores, el sentimiento de inferioridad respecto a la Antigüedad clásica que el humanismo venía siempre a reavivar. Cabe sospechar algo semejante a un equilibrio entre la preponderancia de los estudios clásicos y la colonización: colegiales atiborrados de latín y de griego suministraban excelentes dirigentes al Imperio. Y a la inversa, el fin del papel dominante reservado a los estudios clásicos, en la posguerra, es contemporáneo de la descolonización (33).
Y citas de Tintín (94 n.4), o una de Tolkien (117 n.20): la partida de los elfos de la Tierra Media como expresión de la desacralización del mundo pagano con la llegada del cristianismo, en el que, con la Encarnación, se condensa lo divino: ὁ λόγος παχύνεται (Gregorio Nazianceno,
Sobre la epifanía PG 36, 313b) o hablamos de un
Verbum abbreviatum con san Bernardo.