miércoles, 26 de septiembre de 2007

Alrededor de mi cuarto

La guinda del tratamiento de estos meses era una pastillita de yodo radiactivo que trajeron en una especie de cilindro macizo, como en las películas. Yo tenía que abrir el cilindro, sacar del interior con los dedos un recipiente de plástico y en él estaba la cápsula. Me la tragué. Es lo más cerca que voy a estar nunca -creo- de una experiencia con drogas, pero sin efectos lisérgicos: sólo puedo flipar aquí echándole literatura; ya es mala pata.
Se supone que con eso, adiós definitivo a lo que pudiera quedar de mi tiroides (caso de que quede algo, que parece que no).
Como el yodo es radioactivo tenía que quedarme dos días aislado en una habitación especial del CHUS. Habitación individual, toda-de-hormigón-hasta-el-techo, con puertas rojas y una ventana: mirando de lado y hacia arriba atisbabas un trocito de cielo, pero de avecilla nada.
Yo esperaba que en un momento me despidieran desde la puerta, para dos días de reclusión total: hubiera estado bien un ruido de cámara acorazada. Lo de las paredes de hormigón no me acababa de convencer, por si me daba por darme cabezazos, desesperado de tanta soledad. Pero la ventana no pegaba. Yo esperaba una especie de incubadora gigante, con bandejas pasadas por sistemas sofisticados que evitaran el más mínimo contacto y enfermeras tapadas con un burka reflectante.
Nada: se podía entrar, sólo que la gente se ponía detrás de un biombo metálico que pesaba un x, eso un quintal. Era como tener guiñol gratis con cada visita.
No me dolía nada, no me pasaba nada, estaba radioactivo, sí, pero no de colores. Había tele. Me llevé siete libros y el ordenador. A última hora, justo antes de salir, apareció un paquete con otros dos libros: quiálegría máj grande.
Hoy he vuelto a casa y me he puesto tristón; no sé: era un día gris y ya no me acordaba del poema de Pimentel; se me echó de golpe el otoño encima. Quizá fueron también las recomendaciones médicas: tengo que evitar el trato con las personas, especialmente embarazadas y niños, no estar con gente ratos largos. Cosas así: soy una especie de apestado los próximos cinco días.
Fui al jardín: la alegría de volver, eso de los pámpanos de octubre que cita d'Ors en un poema y que se entreveía en el rojo de la hiedra. Y luego entro al correo y me encuentro mensajes de amigos, entro aquí y veo las flores que ha dejado cb.

6 comentarios:

  1. Todo pasa, querido amigo. Pasan el miedo, la incertidumbre, la pregunta sobre los límites de nuestra esperanza, los tratamientos (y no podrás quejarte de que el tuyo no haya sido original, caramba), la sensación de no ser deliciosamente normales. Y todo vuelve: las risas por los rincones, las tardes espledorosamente interminables, las ganas de ver películas y de flanear por librerías, el tacto (y el contacto) de los otros, las ganas de discutir, la alegría tonta y la alegría inteligente, la bendita normalidad.

    Regalito cibernético a modo de despedida de tu tiroides:
    http://www.goear.com/listen.php?v=e067caa

    Y un abrazo (sin paredes de hormigón que valgan).

    ResponderEliminar
  2. No había entendido la entrada anterior. Ahora sí. Me alegro que todo bien.

    ResponderEliminar
  3. Concha, qué bonita aria. Sí, seguro que es conocida, pero para mí casi toda la música clásica es nueva. Haendel está rondando mis muros y ya se ha colado con esto. Ahora se va a hacer dueño de mi casa.
    Me alegra mucho saber de ti.
    Gracias, Juan Ignacio, siento no haber sido más explícito, pero no quería ponerme tremendo; como luego se vio, no era para tanto (mi miedo va varios metros por delante de mí).

    ResponderEliminar
  4. Qué alegría volver a tenerte/leerte por aquí. Las escotillas cerradas no me gustaron nada. Haendel es maravilloso, yo cuando estoy contento me pongo a silbar fragmentos de Israel en Egipto, o de la Música acuática, o para Fuegos artificiales reales...

    ResponderEliminar
  5. ¡Una buena leche le daba yo al ballestero por galardón...!
    Bienvenido a tu blog :D

    ResponderEliminar