jueves, 7 de octubre de 2021

«Lugares comunes» de Ricardo Calleja

Leí este verano Lugares comunes, de Ricardo Calleja y me gustó. Ahora he vuelto a él, después de la tremenda impresión del último libro de Miguel d'Ors y con el recuerdo dulce de la antología de la poesía de Andrés Trapiello. No sé si es justo, pero la poesía siempre la hemos de medir por lo más alto, por ejemplo esos dos libros. Este es un primer libro. Pocos primeros libros son extraordinarios: Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez es el ejemplo más claro. En cambio Juan Ramón Jiménez iba buscando ejemplares de sus dos primeros libros para destruirlos. Ricardo Calleja ha hecho un buen primer libro: yo cambiaría cosas, enfocaría otras de otro modo, pero al final, su libro se lee con gusto y aquí voy a intentar destacar lo que me ha impresionado.

Quizá con sensación de intruso, Ricardo Calleja es un lector (lo de "lector" lo tomo de una reseña de Armando Pego, ahora temporalmente no disponible) que aquí se atreve a saltar al ruedo y ponerse a torear. Los toros que tiene que torear el que quiere ser poeta son todos miuras ahora, porque todos están resabiados: hay que arriesgar para escapar de la cárcel de los Lugares comunes, que ocupan todo el mapa de la poesía. No hay espacios vírgenes ahí: todo está ya pateado.

Yo le encuentro, junto a la valentía, momentos de logro, verónicas en las que capta lo hondo, por ejemplo ese poema que comentó E. G.-M. sobre la creación inacabada o un haiku que me llama la atención entre los demás:

Higos podridos
porque nadie se atrevió
nunca a robarlos.
Quizá me paso de listo, poseído también yo de anxiety of influence, pero desde la barrera, incapaz de escribir poemas, vestido de crítico, acordándome aquí de las peras que robó san Agustín, ese momento moral de su voluntad de pecar, y de las Manzanas robadas del libro de Miguel d'Ors, que acaba un poema así: "quizá escribir versos sólo sea / otra manera de robar manzanas". Me gusta aquí sobre todo la paradoja que tan bien explicó José Jiménez Lozano de esos higos que los bárbaros ansiaban al otro lado de los muros del Imperio Romano, pudriéndose porque nadie se atreve a robarlos.

También me gustan estas dos estrofas intermedias de "Variación sobre Parada de diez minutos" (es un poema de Miguel d'Ors, donde envidia a un hombre de campo; aquí le envidia a él su modo de mirar):
No consigo dejar
de mirar los árboles como Tolkien
y mis paisajes tienen siempre
algo de romántico. 
A veces, incluso, me conmueve
la nada, nada, nada
de un erial de cantos castellanos.

Pero hoy de pronto qué deseo
de escribir un poema
que consagre el momento irrepetible
matando todo afán de épica barata
y de misticismo traspasado
para dar a luz el temblor
de lo ordinario.
Pues sí, qué grande sería escribir un poema memorable, sin sensacionalismos ni rayos de sol declinante, pero que conservase en los versos esa gloria de la creación redimida por "el temblor / de lo ordinario". Al menos que haya un poema para recordar lo bueno que sería un poema así.

Hay varios poemas religiosos. El que más me gusta es este, una oración contemplativa a Cristo, al que uno cree conocer, pero no, hay que seguir intentando conocerle de verdad, quizá hasta palpándolo, si lo que pasa es que uno está ciego de tanto mirarse a sí mismo. Se titula "Rostro":
Acostumbrado a verte el alma
con solo lanzarte una mirada
he llegado a olvidar
los paisajes de tu cara.
Repaso ahora minuciosamente
la asimetría de tu gesto y sus arrugas
y descubro
que venía inventando casi todo.
Intento mirarte con los ojos
de quienes te conocen
como si te hubieran parido.
Y también como te observaría
quien sin haberte visto nunca
te tropezara deslumbrado.
Palpo tus rasgos como un ciego
y leo con los dedos los huecos
de unas cicatrices que ignoraba.

Espero así ir logrando que tu rostro
ya no sea el espejo de mi alma.

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