martes, 16 de marzo de 2021

Penúltimas virutas de taller


De su padre contaban que tenía escritos que llamaba paralipomena y luego catalipomena, dos palabras griegas, «lo colateral» y «lo dejado»; y libros biográficos, que llamaba autoscopia «autoobservación». Así que su hijo, en el cuarto volumen de la serie, resulta que iba en esa línea: Penúltimas virutas de taller son los textos de los últimos cinco años. Como tiene previsto un último libro, que recogerá lo que haya escrito entre 2020 y 2024, este comienza su ominoso título con ese adjetivo Penúltimas. Lo demás que escriba, dice, será póstumo. 
A mí me han gustado sobre todo sus comentarios literarios. Hay un apartado sobre la Biblia muy bueno, comentando, como en otros volúmenes, con criterios de novela realista los relatos del Antiguo Testamento: es muy divertido el resultado. Con los Evangelios entra en problemas importantes de interpretación de textos, como todos esos tan fascinantes del deseo de Cristo de ocultar su misión tras hacer un milagro. Brillan especialmente sus comentarios a fray Luis de León, pero también a poetas del XVIII y XIX. Debió de ser una delicia asistir a sus clases. Impresiona su dominio de la métrica castellana, pero sobre todo lo bien que sabe leer los textos, la atención que pone en ello, la finura de sus lecturas. Hay unas páginas sobre Bécquer muy buenas. Hasta da ganas de leer a alguien como Torres Villarroel. Tiene un comentario sobre Los bueyes, el poema de Thomas Hardy que tradujo en uno de sus libros de poesía, comparándolo con otras versiones: yo no soy poeta ni lo voy a ser, pero cómo aprendería si lo fuera, leyendo comentarios como este. También explica unos versos del Mio Cid, en torno a diferentes sentidos de la palabra «tornar». Hace un estudio fascinante sobre la palabras «pardillo». La explicación del porqué de la etiqueta de «Generación del 98» en oposición falsa en realidad a «Modernismo» es también para que la lean todos los graduados en Hispánicas, a ver si desfacemos el entuerto de una vez.

Si tengo que poner alguna pega, si hay algo llamativo en este volumen es su esfuerzo denodado por afirmar que no tiene discípulos. A los que se reconocen como al menos admiradores de su obra los trata con despego, por lo menos. No sé si es una visión de paternidad (no reconocida) exigente, para que no se duerman en los laureles, pero es que roñosea sus elogios con los más cercanos.
Otra es que me he dado por aludido; no sé si es mucho presumir por mi parte, pero al menos como colectivo sí que entro, en su crítica a un exceso de amor por parte de algunos a autores anglosajones conversos. Tan aludido me sentí que me puse a hacer un examen de conciencia: aparte de Newman y Evelyn Waugh, que no tengo ningún empacho en admirar sin reparos, de mis ídolos Flannery O'Connor no es conversa. Respiré aliviado. Me gustan Richard Ford y Raymond Carver, nada cristianos. Y Natalia Ginzburg, que no es ni anglosajona ni conversa, ni siquiera católica: buff, no entro en su etiqueta. Por lo demás, se empeña en hablar mal de Tolkien, al que no ha leído (y que no era converso). 
Mi última pega es que incluye una entrevista de preguntas estúpidas de Álvaro Petit, que ya me disgustó cuando la leí en internet. Al menos hay otra de muy buenas preguntas de Rodrigo Olay, que no había leído.

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