Era una UCI exclusiva para pacientes con coronavirus: a los enfermos solamente nos afectaba en tener que llevar mascarilla, una lata, la verdad, que nos hacían menos molesta poniendo gasas en las sujeciones de las orejas para que no nos dejasen marca. Pero el personal tenía que llevar por encima una especie de bata, sobre esa especie de pijama de dos piezas que usan ahora todos y suele ser o verde o azul, La bata era o blanca o azul fuerte, como de plástico: era como el peplo de las atenienses, un vestido casi hasta los pies, con ataduras por detrás, a la altura del hombro y la cintura y que les daba a todas una grandísima elegancia (un celador me recordaba con él al pescador vasco de la foto de Ortiz de Echagüe, aunque él tenía más perfil como de vikingo). Luego tenían una mascarilla gorda de las buenas y sobre ellas la azul quirúrgica. Además, unas especie de gafas como de ski (por cierto ¿sabéis que llaman gafas nasales a esos tubos que ponen en la nariz?) para todos, pero también como protección de las otras gafas. Todo se iba sujetando por detrás de la cabeza, con lo que se complicaba esa zona una barbaridad, sobre la redecilla que recogía el pelo. Algunos llevaban una especie de protección como la de los soldadores, con una sujeción circular sobre la cabeza, una especie de corona de plástico amarillo que a mí me recordaba una barbaridad a la emperatriz Teodora en los frescos de Rávena (junto a los que pasamos, sin pararnos, ay, hace un año en aquel tan añorado Viaje a Italia).
Vestidos todos así, era muy difícil saber quién era quién, aunque pasados los días ya los reconocías, por las mandíbulas, por el porte, por la ligereza (Leticia me explicó que había estado muchos años practicando ballet: y cómo se le notaba al andar). Lo que no supe ver era si había diferencias de grado: sí que noté que los médicos no iban con el casco de soldador, lo que no me impidió equivocarme varias veces, rebajando a médicos a auxiliares o elevando a celadores a médicos: y mira que existía la jerarquía (y mejor que existiera).
Se me olvida mencionar los guantes, unos claros que se sacaban de una especie de sobres, sobre los que se ponían unos azules, frotándolos con desinfectante después: la de veces que esos segundos se los quitaban para ponerse otros. Allí nadie dudaba de la letalidad del coronavirus. Incluso ahí era cuando se ponían una especie de bata como de papel sobre todo el famoso traje EPI.
Yo, ya decía ayer, asistía sobre todo al moverse, como en el kabuki o en el teatro griego, con máscaras, de las enfermeras. Me acuerdo mucho de los gestos que hacía Verónica de sujetarse los frontales con las manos para aguantar el dolor de cabeza, del que se quejaban muchas, con tanto perendegue en la cabeza. Una señora de la limpieza me contó, en la fase final del hospital, que lo pasaba muy mal con el esfuerzo continuo y el calor y todo lo que llevaba encima; yo le pregunté que si le pagaban algo más y me dijo que no.
Dios mío, cómo lo soportan. Yo sólo me pongo la mascarilla el rato del supermercado y me parece que me ahogo, si además tengo que ponerme las gafas, que con la mascarilla se me empañan, para ver un precio o cualquier cosa, directamente me mareo. No sé cómo resisten y no se caen redondas.
ResponderEliminarEn Madrid es casi imposible que te den el alta y te puedas encontrar con las enfermeras que te cuidaron por la calle, pero en Santiago sí que es posible, y lo más seguro es que sin todos esos trastos no las reconozcas, pero ellas a ti sí... La cosa es que alguien me dijo que su código profesional no les permite ir saludando a los pacientes a no ser que lo hagan ellos, así que pasarán a tu lado y no podrán decirte "adiós, Ángel" ni podrás darles las gracias ¿te imaginas? Ir salvando la vida de la gente y cruzarte con ellos como un desconocido?
Me gustaría mucho encontrarme con alguna de ellas, para comentar la jugada y agradecerles su trabajo.
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