viernes, 30 de noviembre de 2012

El cementerio del bosque V (y último)

La Capilla del bosque estaba rodeada de una muro bajo, más metida entre árboles que las otras. La puerta servía de marco y de humilladero de grandezas. En el pequeño relieve, la inscripción Hodie mihi, cras tibi:





Era como una capilla rural (columnas de madera pintadas de blanco, tejado de pizarra), pero también era algo más. Muy fino Asplund, muy grande:



Esta es la foto que peor me salió, pero me gusta:



El tejado lateral:


Y el canalón solo donde hace falta:


Una fuente en un lado del recinto:


Aquí, una buena explicación.

Y alrededor, tumbas, entre los árboles, muchas veces solo el nombre de pila:






Cementerio del Bosque: discreción, elegancia, respeto.

5 comentarios:

  1. Muy interesante el reportaje.
    ¡Allí da gusto morirse!

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  2. He esperado al final de la serie para decirte que me ha encantado.

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  3. Precioso lugar. ¡Qué lejos de la pompa de Pere Lachaise o Montparnasse!

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  4. Ese debe de ser el problema de ese paraíso de cementerio: que hace amable lo que no es más que una fase intermedia (y bien poco amable: la de morirse y estar muerto esperando la Parusía).
    Un feo cementerio español nos hace desear lo que viene después, no quedarnos eternamente allí.

    Gracias, T, te gustaría mucho si lo vieras.

    Y Juan, a mí lo que más me gustó fue esa sencillez, esa falta de grandilocuencia. Muy fino, este Asplund.

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  5. La hierba que se arremolina sobre las tumbas me ha recordado este "Hierba aqui o alla" de Cunqueiro:

    Todo depende de que uno esté muerto
    preguntando por la hierba que nace encima
    como por un nuevo cuerpo más ligero,
    acunado por el viento,
    -que trae y lleva la simiente-
    Hierba en el monte o en las calles de la ciudad
    -aquí podían ser los pies de los vagabundos
    que uno soñara desnudos una mañana de madrugada-.

    Cuanto va desde la memoria a la hierba
    por donde pensativas alas térreas
    calladamente te recomienzan. ¡Oh abril,
    tú libre de gusanos y huesos
    de los oídos por donde estabas unido
    a aquellos otros pasajeros de traje nuevo!
    Cuando llueve aprendo a beber agua.
    Por una boca que no tuve, blanquecinos
    hilos que sorben en la tierra y crecen:
    fueron precisos nubes y sol y una azada
    -en tanto te vacías
    olvidas los cantos alegres del verano y el mirlo
    el pan, el fuego y esa dulce sonrisa
    que todos tuvimos una vez posada en el pecho-.

    Todo depende de que uno esté muerto
    y quiera volver al valle y a la noche
    limosna de hombre, prado comunal
    donde blancas ovejas dirigidas por una anciana
    pacen continuamente sin levantar la cabeza
    sin darse cuenta de dónde viene la hierba
    que muelen y remuelen los dientes apretados.

    Sin darse cuenta de la resurrección de la carne de Álvaro
    Cunqueiro,
    un nuevo cuerpo limpio que soñaba con el viento,
    -orilla de un río, quizá,
    o en un alto-.

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