La Capilla del bosque estaba rodeada de una muro bajo, más metida entre árboles que las otras. La puerta servía de marco y de humilladero de grandezas. En el pequeño relieve, la inscripción Hodie mihi, cras tibi:
Era como una capilla rural (columnas de madera pintadas de blanco, tejado de pizarra), pero también era algo más. Muy fino Asplund, muy grande:
Esta es la foto que peor me salió, pero me gusta:
El tejado lateral:
Y el canalón solo donde hace falta:
Una fuente en un lado del recinto:
Aquí, una buena explicación.
Y alrededor, tumbas, entre los árboles, muchas veces solo el nombre de pila:
Cementerio del Bosque: discreción, elegancia, respeto.
Muy interesante el reportaje.
ResponderEliminar¡Allí da gusto morirse!
He esperado al final de la serie para decirte que me ha encantado.
ResponderEliminarPrecioso lugar. ¡Qué lejos de la pompa de Pere Lachaise o Montparnasse!
ResponderEliminarEse debe de ser el problema de ese paraíso de cementerio: que hace amable lo que no es más que una fase intermedia (y bien poco amable: la de morirse y estar muerto esperando la Parusía).
ResponderEliminarUn feo cementerio español nos hace desear lo que viene después, no quedarnos eternamente allí.
Gracias, T, te gustaría mucho si lo vieras.
Y Juan, a mí lo que más me gustó fue esa sencillez, esa falta de grandilocuencia. Muy fino, este Asplund.
La hierba que se arremolina sobre las tumbas me ha recordado este "Hierba aqui o alla" de Cunqueiro:
ResponderEliminarTodo depende de que uno esté muerto
preguntando por la hierba que nace encima
como por un nuevo cuerpo más ligero,
acunado por el viento,
-que trae y lleva la simiente-
Hierba en el monte o en las calles de la ciudad
-aquí podían ser los pies de los vagabundos
que uno soñara desnudos una mañana de madrugada-.
Cuanto va desde la memoria a la hierba
por donde pensativas alas térreas
calladamente te recomienzan. ¡Oh abril,
tú libre de gusanos y huesos
de los oídos por donde estabas unido
a aquellos otros pasajeros de traje nuevo!
Cuando llueve aprendo a beber agua.
Por una boca que no tuve, blanquecinos
hilos que sorben en la tierra y crecen:
fueron precisos nubes y sol y una azada
-en tanto te vacías
olvidas los cantos alegres del verano y el mirlo
el pan, el fuego y esa dulce sonrisa
que todos tuvimos una vez posada en el pecho-.
Todo depende de que uno esté muerto
y quiera volver al valle y a la noche
limosna de hombre, prado comunal
donde blancas ovejas dirigidas por una anciana
pacen continuamente sin levantar la cabeza
sin darse cuenta de dónde viene la hierba
que muelen y remuelen los dientes apretados.
Sin darse cuenta de la resurrección de la carne de Álvaro
Cunqueiro,
un nuevo cuerpo limpio que soñaba con el viento,
-orilla de un río, quizá,
o en un alto-.