Dejo el coche en el taller para prepararlo para otra ITV -la última, ay, de mi Peugeot del 97.
De Concheiros voy andando hasta Vite: la que creía yo lluvia de verano resulta ser otoñal (en el peor sentido de la palabra) y llego a la Facultad calado.
Para volver luego al taller, visto lo visto con esta lluvia traicionera, busco en vano en la parada de bus datos sobre frecuencias de paso de la línea 5: una señora se me queda mirando; y yo la miro también, para ver por qué me mira.
Me estoy yendo y a mi espalda oigo a su presunta hija -frescura de veinteañera- soltar una carcajada: quizá se ríe de mi facha, quizá de que su madre se me haya quedado mirando, quizá de que está contenta y todo le hace gracia: la juventud es sin porqué.
Pero la carcajada me mortifica: me paro, me vuelvo, me quedo mirando a las dos.
Y me querría ir, pero aguanto un minuto eterno mirándolas.
La chica va soltando risitas hasta que pasado medio minuto, la escena deja de ser graciosa y empieza a resultar incómoda.
No digo nada. Las miro. Bajo las manos, para no rascarme el cuello (señal de debilidad). Me querría ir, pero lucho por el bando de los cuarentones de facha ridícula contra la lozanía de la juventud rozagante.
La chica saca del bolso un móvil y se pone a teclear nerviosa.
He ganado: victoria pírrica.
Qué cosas más raras le pasan.
ResponderEliminarEl veinteañero que aún soy te da las gracias en nombre del cuarentón de facha ridícula que aspiro a ser.
ResponderEliminarAnónimo, lo raro fue pararme.
ResponderEliminarBalaverde, te agradezco la solidaridad. Yo me vi ahí un poco como Louis C. K. (que es justo de mi edad).
¡Bravo! ¡Por la dignidad de los cuarentones de calva incipiente! (Entre los que no me incluyo, por lo de incipiente, claro)
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