En clase expliqué a mis sufridos alumnos ese espíritu agonal de los griegos que les llevaba a competir en todo. Hoy, que mi madre cumple años (¡felicidades!) voy a demostrar que somos una familia muy clásica en ese espíritu agonal:
Subastao, brisca, parchís, los seises (el juego de la oca ahora con los sobris): siempre hay una buena ocasión para medir fuerzas en la familia. Yo no me atrevo con el Cifras y letras porque soy un negado. Curiosamente nunca nos dedicamos ni al mus ni al poker, juegos basados en la trampa y la habilidad para mentir. La familia tiene predilección por los juegos matemáticos, donde hay que estar todo el rato contando, como el Subastao: contar las 10 de últimas, las cuarenta, el número de triunfos que todavía no han salido, las cartas que puede tener el compañero. Tampoco en esto soy yo un alumno aventajado, tiro más a mi madre, que según decía mi padre no sabe ni tenerlas [las cartas, se supone]. Yo me mareo con tanta cuenta. Lo que sí me gustaba era verles jugar.
El año de COU (curso de orientación universitaria) tuvimos tremendas partidas de parchís y tengo que decir con humildad que gané después de varios meses de partidas diarias: las fichas volaban, no había piedad a la hora de comer, todo se jugaba a varias bandas y el mayor placer era cerrar con dos fichas el paso a los demás. Estaría bien verlo ahora: jugábamos a velocidades de vértigo, contando de veinte en veinte y calculando las diez de entrar en casa para comer la ficha de alguien.
En los anales familiares están también aquellas veces que nos pillaron las viejas jugando a los cartones en la puerta de la Iglesia: con una baraja hacíamos apuestas en las que el dinero eran las tapas de las cajas de cerillas. Estábamos horas, como con el Risk, el Palé, el Cluedo.
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