La escritura era una oración. Elevaba la mente a Dios para que Él leyese lo que había escrito en el libro de su Creación. Leer no podría dejar de ser entonces el acto, siempre penúltimo, de la nueva (re)creación (11).
Una poética de la escritura y de la lectura es, pues, Dios oyéndonos y nosotros hablándole.
No es un libro tradicionalista ni reaccionario. En todo caso, sería recusante, como aquellos católicos ingleses que se retiraron a sus casas desde el siglo XVI, ante la debacle. No es un libro que dé por descontada la modernidad y la asuma. Trata de
aplicar sin desanimarse los conocimientos y las técnicas que una Tradición despreciada guarda como un instrumental precioso para roturar lo imprevisto que ofrece el futuro (11).
Se dirige contra un tiempo que ha decidido cortar las amarras con la eternidad (14).
Como habla desde una generación -la mía- que ya ha nacido instalada en el Postconcilio y que no añora nada de los decenios previos, porque intuye que los que los suspiran por el pasado lo idealizan sin razón (o eso al menos es lo que me parece a mí), al ver ahora "la aceleración del proceso revolucionario, que desde hace dos siglos caracteriza nuestra contemporaneidad" (17); al notar ahora que, "si no existe más realidad que la construida socialmente, solo la ciencia -y un modelo histórico y cultural muy concreto de ciencia- justifica la noción misma de realidad" (18), reacciona dirigiendo la mirada a los primeros monjes. Lo monástico tiene en su núcleo recordar a todo cristiano que una sola cosa es necesaria: "escuchar la palabra y meditarla sin descanso" (22).
Pero estamos enredados en las redes de la interpretación, de la cita, del intertexto, que se remiten a sí mismos y nos impiden eso, escuchar la palabra y meditarla. De esto se ocupa el primer capítulo, difícil, que se centra en la cita y en la dificultad de la lectura: hablamos a Dios pero los textos nos sirven de trampa, parapeto o velo.
El capítulo II es el más largo, el que más contempla el presente, el que se detiene a hablar de la familia, de la escuela, de la figura paterna. Es un diagnóstico, es una geografía de la situación actual: por qué hemos arrumbado la memoria, por qué la figura de la madre está perdiendo sus perfiles decisivos, por qué la escuela es -ay- un parque de atracciones. Por qué falta el padre.
El capítulo III. "Los umbrales de Troya" es desasosegante y a la vez deslumbrante: en el monasterio se crea el espacio para la familia y la escuela; en este capítulo se pasa de la Odisea a la Eneida, a Abraham en el monte Moria, a la paternidad y la filiación, la maternidad de María y el rechazo de la maternidad de Medea, que se van presentando para que nos preguntemos sobre cómo somos, en el marco de una modernidad y más recientemente, de ese 68 contra el que tendríamos que hacer una revolución (perdonad, esto es una boutade mía). Los clásicos nos presentan las claves de las relaciones humanas más básicas y de la organización social: Eneas peregrino, esa es la figura que destaca.
El otro día, hablando con unos amigos sobre las leyes más ideológicas que se van aprobando, me iba acordando de lo que estaba leyendo en este libro, no porque dé recetas, sino porque retrata la situación más allá de juegos partidistas y dimes y diretes transmitidos por los periódicos: leyéndolo, piensas que todo debe replantearse sobre su base, que es la de la lectura de esas obras que marcan a Occidente: Edipo sigue siendo una figura candente. Antígona muere y eso nos revuelve nuestras entrañas todavía.
El capítulo IV rompe el ritmo: hay 7 apólogos y luego una colección de textos breves, con citas y comentarios que se van por el lado de la oscuridad, para darles vueltas.
Y en el capítulo V se vuelve a la reflexión sobre otra modernidad que alboreó en el siglo XVI y que el autor estudió en su tesis, la que se documenta en los tratados de oración. Ahí también se reflexiona sobre la vigencia de la vida monástica y el sentido de lo monástico. A mí me gusta especialmente este párrafo:
Un misionero olvidado en los márgenes de la sociedad, una científica entregada a la búsqueda de una cura o un simple trabajador que realiza limpiamente su labor cotidiana nada tendrían en común con la vida monacal. Sin embargo, no es posible obviar que en las alabanzas, en las súplicas y en los lamentos que alzan a Dios en el coro esas comunidades de hombres y mujeres que se levantan a las cuatro de la mañana está también presente la comunión con sus angustias y sus esperanzas. Como en el sepulcro de Cristo, olvidados y apartados del mundo, confían en el cumplimiento definitivo del misterio del padecimiento y de la exaltación de Cristo (193).
Lo que me gustaría ver más desarrollado es cómo se funda el ora et labora en la vida humana no monástica, pero en cierto modo lo está tratando en todo el libro.
El capítulo VI se sitúa en el sábado, pero no el sábado de la ausencia de Dios, sino el sábado de la espera. Es un capítulo donde se desarrolla mejor la poética del monasterio, en unas páginas especialmente logradas, aunque tiene partes de una dificultad para mí que yo podría comparar a la sensación de estar perdiendo pie en el agua, cuando no te atreves a nadar. No importa: ahí nos está queriendo expresar algo que nos cuesta entender, por ejemplo la distinción entre consideración y contemplación: ya le seguiremos dando vueltas a todo ello, hasta que quizá lo entendamos.
Por suerte, el capítulo VII es de recapitulación y consuelo: al recordar todo lo que se ha ido mostrando, da alegría ver lo valioso que ha sido el camino, aunque uno a veces se haya sentido un poco perdido. Me gusta especialmente este párrafo sobre lo que se busca aquí:
No es el suyo un repliegue a una espiritualidad intimista que rehúye el compromiso, alejándose de los ecos de las voces sufrientes. Al contrario, su búsqueda más auténtica constituyó el testimonio de una enseñanza que desafía las apariencias. «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará» (Mt 16,25). El monacato decidió sepultarse con Cristo para resucitar con él. Su luz vacilante no es un signo inútil; su debilidad es también su fuerza. Que se llegase a extinguir físicamente en Occidente seguiría sin cuestionar el fondo de su desafío. Esta opción puede no entenderse y hasta puede rechazarse, pero plantea con toda la seriedad la posibilidad de vivir para los demás negándose uno a sí mismo y ofreciéndose por completo a Dios. En ella crepita la llama de una esperanza escatológica: la vida es el soplo fresco de una plenitud que no se agota aquí ni ahora (238).
Como a menudo (no siempre) me ocurre con los creyentes, tengo la sensación, leyendo esta entrada, de que su autor parte de la convicción, que no se esfuerza lo más mínimo en disimular, de que la totalidad, exclusiva y excluyente, de la verdad está necesariamente de parte de ellos, de los creyentes, y que quien no lo sea es algo así como un ciego, que por más inteligencia y lucidez que ponga y por más esfuerzos que haga está excluido por principio de la posibilidad de conocimiento real regalada a los creyentes (católicos, desde luego) sólo por serlo.
ResponderEliminarSe cita aquí con elogio, aunque de pasada, a George Steiner, que, en tanto no era no sólo católico, sino ni siquiera creyente (se calificaba a sí mismo como "un hombre no religioso"), evidentemente (aunque se tenga la prudencia de no profundizar en ello) sólo puede equivocarse, en tanto basa su modo de ver el mundo en lo que aquí se entiende como un decisivo error de principio, que no puede llevar más que a eso, al error y a la ceguera, por cuanto ya estaban en su planteamiento mismo, en esa decisiva mutilación de la no creencia.
Lo que sí que tengo claro es que el que se cierra voluntariamente a lo trascendente, queda manco. Steiner se abre a lo trascendente.
EliminarComo comprenderá, siendo profesor de griego, admiro a muchos que no eran creyentes ni sabían del cristianismo. Los que se cierran a lo trascendente, en cambio, me parece que se limitan mucho, lo cual no quiere decir que no tengan mucho de verdad que decir.
Pues menos mal; porque en la entrada misma, ya no es sólo que no se diga, ni se insinúe, lo de que "quienes se cierran a lo trascendente" tengan "mucho de verdad que decir", sino que ni siquiera parece que los no creyentes, aunque no "se cierren a lo trascendente", tengan la más mínima posibilidad de acertar con la verdad,
EliminarTiene que mirar lo que escribo con mejores ojos, pensando que lo que no digo, no es porque quiera decir algo malo, sino porque no puedo decirlo todo a la vez. Ya me salió una reseña demasiado larga, como para ponerme a añadir todo tipo de distingos y avisos para evitar posibles malas interpretaciones.
EliminarBien; si es así, no digo nada. Un saludo.
EliminarGracias por esta valiosa reseña.
ResponderEliminarMuy sugerente pero cuando he leído "Deleuze" y "Freud" he perdido todo interés.
ResponderEliminarMás que recrearse en monsergas sobre "Occidente" urge recobrar el planteamiento radical que inspiró el nacimiento del monacato: la xenitéia de Abraham, el desapego de Antonio, el cierre de filas de los monjes de la Tebaida con Atanasio... Pero esta tibieza de querer estar en todos lados, el pensar que "si todo fuera como yo digo qué bien nos iría", esta gente sin heridas que ordena sus pensamientos y arregla el mundo... en efecto, es muy de vuestra generación.
Es preciso darle la espalda al mundo para cambiarlo. Sin negociar.
Bueno, entiendo tus prevenciones, pero un ensayo que tiene en cuenta todo lo que dices y a la vez es capaz de plantarse ante lo que ha dicho la filosofía moderna para confrontarla con todo ello, me parece algo muy meritorio.
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