lunes, 1 de junio de 2020

Escribir la enfermedad

A mí de pequeño me sorprendía que la gente mayor le diera tanta importancia a que les preguntaran por una enfermedad que habían tenido. Como en tantos otros aspectos de mi vida, mis juicios de entonces se vuelven contra mí ahora, porque estos días, siempre que puedo, cuento que estuve ingresado y ¡quince días en la UCI! Y pongo luego cara de, bueno, no fue para tanto.
Me estoy acordando mucho del cuento más famoso de Flannery O'Connor, Es difícil encontrar un hombre bueno, en el momento en que tienen el accidente de coche y los niños, después de comprobar que pueden mover brazos y piernas, salen reptando y gritando casi con entusiasmo, “Hemos tenido un accidente!” (“We’ve had an ACCIDENT!”: lo lee muy bien la propia Flannery, de hecho a continuación el público se ríe).
Cuando estaba en la torrija-de-medio-despertarme de la sedación, una de las cosas que más vueltas le di fue a pensar que podría contarlo todo. Me entretuvo mucho esas noches que no conseguía dormirme: qué libro iba a salir de ahí. Por fin tenía algo que contar. 
Desde el principio decidí que nada de novela: sería no ficción, un a modo de diario, muy verdadero aunque no notarial. Ojalá estuviera en mi mano hacer un Fortunata y Jacinta, pero veía más asequible la literatura del yo, que practico desde pequeñito en mi cabeza, con constancia ejemplar y escaso éxito, fuera de mí mismo. 
Luego, cuando me acabé aclarando de que la mayoría de las cosas que quería contar era puras imaginaciones mías y que hacían de mí un retrato que no estaba muy dispuesto a mostrar, un Dorian Gray al revés, la única salida que tenía era la del que llaman «unreliable narrator», el narrador no creíble, al que iban a tener que creer los lectores, un Rogelio Ackroyd del que no fiarse.
Yo no quería mentir, no quería inventarme nada. Lo que escribiese contendría su qué de sátira, pero para eso debería aprender a reírme primero de mí, como un Hiponacte. Yo admiro a los comediantes que saben hacer reír poniéndose ellos en solfa (en sus mejores momentos, gente de mi edad como Stewart Lee o Louis C. K.), convirtiéndose en fármacos (φαρμακός) de sus conciudadanos. Yo no sé soportar ponerme en ridículo, supongo que es el gran drama de nosotros, los tímidos, aunque mi situación en cierto modo lo era: en la UCI, con manías persecutorias, pensando que las enfermeras hablaban mal de mí, por no gallego, por ser casta, por excentricidades de élite económico-religiosa, todo teorías conspiratorias que giraban en mi cabeza en torno a la dolorosa noción de estar fuera de sitio, de haberme colado donde no debía, de haber quitado a otros su sitio. 
Por ello preferí, aunque le había dicho a mi madre y a mis hermanas, incluso a algún amigo, lo del libro, que mejor seguiría por mi carril: ir escribiendo en el blog, a ver que tal. Me han ido llegando mensajes muy positivos y es verdad que estoy contento de cómo va saliendo, sobre todo los de las enfermeras. No tiene mucho más recorrido, pero uno está donde llega: yo soy un escritor de blog, no soy Elias Canetti y así es como es.

5 comentarios:

  1. Si hay que escoger entre la promesa de un hipotético libro que desvirtúe la realidad, o tus entradas frescas por lo todavía reciente de los hechos, me quedo con lo segundo, que lo estoy disfrutando mucho.

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  2. Pues me alegro mucho porque quedaron muy bien. Espero me disculpes por quedarme en un tema marginal y es que no encuentro tus entradas de FOC, no está ni la etiqueta...

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  3. Gracias!
    Qué despistado fui, veo que ese blog es tuyo!
    Felicitaciones!

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  4. A mí me gusta lo que escribes y cómo lo haces. Puede que hacerlo con música sea más fácil, porque puedes decir pero solo lo entienden algunos. Y es indemostrable lo que dices, si es música instrumental. En fin, un poco lío pero normal.

    Un abrazo

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