lunes, 18 de noviembre de 2019

La imaginación conservadora, de Gregorio Luri

Quería haber hablado de este libro desde marzo, que es cuando me llegó, pero la verdad es que, para empezar, pronto leí la reseña de José María Sánchez Galera, que me pareció que abarcaba todo lo que yo podría señalar como importante y reseñable del libro (por cierto que ahora ha salido otra interesante, desde el otro lado del espectro ideológico) y sobre todo porque yo no tengo la cabeza amueblada para la teoría política como ellos: me supera la cuestión, me bloqueo, me quedo perplejo. Compartiendo mucho de lo que dice Gregorio, no sé qué hacer con ello o argumentar lo que no me cuadra.
Por otro lado, sus artículos sobre teoría política me han influido mucho estos últimos años; ha tenido bastante que ver en mi modo actual de entender la política, en mi en cierto modo positivo escepticismo, que me parece muy saludable, así que leer este libro era en parte como releerlo, lo que le quitaba ese sentido de urgencia que tengo con otros. He ido poco a poco, disfrutando de su modo de escribir, tan atractivo, tan dispuesto a hacerse entender, facilitando que nos metamos en las argumentaciones y que leamos en ellas con gran placer las excelentes citas de autores que recoge (y hasta me saca a mí, a propósito de una cita de Flannery O'Connor). De hecho, esa es una de sus grandezas principales: fundamentando su pensamiento en la filosofía clásica, y conociendo tan bien a Platón como lo conoce, sabe valorar tanto la tradición más reconocida, por ejemplo la anglosajona a partir de Burke, sin por ello caer en el papanatismo que a mí me echa fuera de tantas lecturas conservadoras, donde todo es Oakeshott (que la verdad, sin haberlo leído, no me cae muy bien). Él sobre todo parte de autores en la tradición más cercana, desde los humanistas españoles clásicos hasta los clásicos políticos del XIX, de Balmes a Donoso Cortés o Castelar.
Yo al libro iba con curiosidad, con ganas de ver si me arreglaba lo mío y me sacaba de mi creciente parálisis ante la política. A la vez lo miraba a cierta distancia: a mí la palabra «conservador», que siempre me pareció positiva, se me ha teñido de connotaciones negativas (casi casi como «cristianodemócrata»: ya sabéis la definición: «ni una mala palabra, ni una buena acción»). Quizá si yo hubiera vivido en 1890, o en 1920, me hubiera gustado ser llamado conservador, pero si Merkel, Rajoy, Cameron o Chirac pueden ser considerados como conservadores, yo entonces prefiero bajarme de ese barco. El problema mío es que me quedo al raso, sin una mísera barquilla, ni siquiera «entre peñascos rota». Yo no me siento a gusto en la reacción, pero en el conservadurismo actual, que ha olvidado elementos claves de la naturaleza humana, mucho menos.

Y ahora que ya he leído el libro, lo único que puedo comentar son detalles.
Claro que estoy con el conservadurismo en respetar las instituciones heredadas y en no tirar al niño con el balde de agua. Pero cuando los conservadores actuales, por ejemplo Cameron, hunden una institución tan básica como el matrimonio a base de desvirtuarla, yo ya no sé si son conservadores.
Yo lo que tengo claro es que tiene que haber una fundamentación en la naturaleza humana para la política. Que no haya modo, left to our own devices, de definirla ahora es un problema del desanclamiento con la tradición intelectual más rigurosa. Aquí puedo añadir, pero sin querer usarlo como norma que todos tengan que asumir, que lo que aporta de más hondo de lo humano el magisterio de la Iglesia debería ser tenido en cuenta. Si no podemos definir el matrimonio sino con concreciones positivistas que van siendo superadas por reclamaciones de deseos irrestrictos de retóricas posthumanas, lo que queda son progresistas más rápidos y progresistas a rastras, como Rajoy. Si no hay una dignidad (sí, Gomá, me refiero a ti) del feto desde su concepción (y si no la anclamos en Dios, no hay dignidad para nadie; sí Gomá, a ti me refiero), todo es puro tacticismo eugenésico. Ahí, cuando me lanzan remilgos pequeñoburgueses, lo que consiguen es ponerme cada vez de peor humor: que los malos avancen con el aborto, que los otros lo dejen tal cual; y así entre los socialdemócratas de izquierda y los de derecha no vamos más que al abismo. Ya veis por qué me he echado en brazos de unos supuestamente populistas que en realidad a mí me parecen los únicos conservadores que quedan.

Pero me he alejado de donde estaba Gregorio en su libro, que sí que habla de la naturaleza humana y de «permanencias antropológicas» (18) y del peligro de la «seducción universal de la técnica y del innovacionismo» (52). Su libro es una oda muy lograda a la virtud de la prudencia en política y una crítica muy buena al «nihilismo de sobremesa, de baja intensidad y de buen tono (...) del orgullo de estar siempre a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo» (80). Quizá este párrafo sea un resumen del libro:
Siempre es más prudente dejarse orientar en las cuestiones políticas por una razón limitada por leyes y costumbres, aunque aquéllas y éstas sean imperfectas, que dejarse encender por la pasión de una razón entusiasta convencida de su derecho para hacer tabla rasa de las leyes y costumbres (114). 
Frente a esos adanismos redentores que nos afligen (y amenazan con desgobernarnos pronto), Gregorio Luri habla de la política como relación de copertenencia, como esa deuda con los que nos precedieron, como una relación entre personas, no como (eso dan a entender los adanismos actuales) confrontación de egoísmos primordiales. Pone un ejemplo muy bueno:
nuestra madre no es exclusivamente un pecho que nos nutre, es también un rostro que nos sonríe y que espera impaciente nuestra reacción a su sonrisa. Al reaccionar interactuamos con sus ojos y su sonrisa de manera cada vez más intensa, hasta el punto de que olvidamos el pecho, pero jamás su sonrisa o su mirada (121).
Hay otra cosas, hay muchas cosas del libro que podría mencionar, por ejemplo su defensa de los prejuicios (181-2), o la crítica muy bien hecha a ese tótem contemporáneo de la «transparencia» (196-7). O la presencia de Frankestein y Prometeo (204-6), un tema muy querido de Gregorio, o la cuestión de la «la razón victimológica» (195), o sobre la teatrocracia, que Platón usa como concepto clave y que es tan contemporáneo.
Me gustó ver en el último capítulo una crítica muy pertinente a los del 98 y a la beatería de la Institución Libre de Enseñanza. Pero bueno, no me voy a poner a señalar, pudiendo leerlos y disfrutarlos vosotros, todos los hallazgos del libro de Gregorio. Sigo perplejo sobre el conservadurismo, pero creo que hay un montón de motivos para leerlo. No arregla el mundo ni nos (auto)ayuda, pero nos da orientaciones muy buenas en ese tráfago de la política, donde sobre todo tendríamos que ser humildes y prudentes.

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