Acabé Diligencias demasiado rápido. Otra vez se me hace corto un volumen de los Diarios de Andrés Trapiello, tenga quinientas páginas como este, o el doble.
A mí me da hasta corte seguir hablando, y hablando bien además, de estos volúmenes, pero el hecho es que cuando sale uno nuevo, dejo todo lo demás que estaba leyendo y mi acedia lectora, que es la tónica últimamente, se desvanece, hasta el punto de que trato de dosificar el ritmo, en vano, para que me dure más. Y para colmo, mientras leo me río un montón de veces, como un idiota, algo que no dice mucho de mí como persona que debería presumir de lecturas sesudas o más a la moda.
Y ahí te voy: veintidós volúmenes ya, once mil páginas de sus diarios después, todavía es un tema central en este volumen el hecho de que el que las escribe sea una persona de las difíciles. Hasta M. y G. se lo reprochan en este volumen. Él se sigue fijando en escritores como Gaya, María Zambrano o Cernuda respecto a los más mediáticos del 27, como Lorca o Alberti. O, más asombroso todavía, en JRJ respecto a Salinas y Guillén. Es un misterio que el autor de estos Diarios pone en el centro en este volumen y a mí me parece fascinante. Yo me pongo de su lado, claro está, aunque hasta a mí a veces me parece que no debería ir tan lejos, porque hasta sus amigos se asustan de pasar por estos diarios.
Esos libros, según el autor, ya se escriben solos, pero él los revisa cinco o seis veces y esa es la clave, esa facilidad, esa perfección tan lograda tiene mucha revisión detrás, la diligencia del trabajador concienzudo, las diligencias que son necesarias para lograr algo valioso. Y todo con una portada preciosa, con un dibujo que Julio López Hernández hizo de su hija. Ella está minuciosamente quitándose algo del ojo:
Por si queréis probar, las primeras páginas en pdf.
Pero es mejor que os deje con lo que dice el propio autor en la solapa de la cubierta:
A mí me da hasta corte seguir hablando, y hablando bien además, de estos volúmenes, pero el hecho es que cuando sale uno nuevo, dejo todo lo demás que estaba leyendo y mi acedia lectora, que es la tónica últimamente, se desvanece, hasta el punto de que trato de dosificar el ritmo, en vano, para que me dure más. Y para colmo, mientras leo me río un montón de veces, como un idiota, algo que no dice mucho de mí como persona que debería presumir de lecturas sesudas o más a la moda.
Y ahí te voy: veintidós volúmenes ya, once mil páginas de sus diarios después, todavía es un tema central en este volumen el hecho de que el que las escribe sea una persona de las difíciles. Hasta M. y G. se lo reprochan en este volumen. Él se sigue fijando en escritores como Gaya, María Zambrano o Cernuda respecto a los más mediáticos del 27, como Lorca o Alberti. O, más asombroso todavía, en JRJ respecto a Salinas y Guillén. Es un misterio que el autor de estos Diarios pone en el centro en este volumen y a mí me parece fascinante. Yo me pongo de su lado, claro está, aunque hasta a mí a veces me parece que no debería ir tan lejos, porque hasta sus amigos se asustan de pasar por estos diarios.
Esos libros, según el autor, ya se escriben solos, pero él los revisa cinco o seis veces y esa es la clave, esa facilidad, esa perfección tan lograda tiene mucha revisión detrás, la diligencia del trabajador concienzudo, las diligencias que son necesarias para lograr algo valioso. Y todo con una portada preciosa, con un dibujo que Julio López Hernández hizo de su hija. Ella está minuciosamente quitándose algo del ojo:
Por si queréis probar, las primeras páginas en pdf.
Pero es mejor que os deje con lo que dice el propio autor en la solapa de la cubierta:
Puede decirse de estas diligencias lo que de los salones de pasos perdidos: en sí mismas no son nada, pero sin ellas quedaríamos atrapados en una gran estancia, sin saber adónde ir, desconcertados e indecisos.
Las sucesivas entregas de esta obra tratan en general más de la vida que de la literatura, y aunque formen una novela, están menos relacionadas con la ficción que con realidad, gran paradoja. Lo bueno de cualquier libro debería venir después, leída ya la última línea.
Siguen tratando estas páginas asuntos que los familiarizados con ellas conocen bien, referidos a personajes, peripecias y situaciones de la vida personal de su autor, siempre sin salir del ámbito de la intimidad, pues aquí suceden las cosas más por dentro que por fuera, paradoja no menor que la otra. Diríamos que son unos episodios nacionales, pero de cercanías. Gracias a estos familiares recorridos muchos lectores hallan en esa vida íntima del escritor un fiel trasunto de la suya propia. Sin que se juzgue cuánto hay de fortuna y cuánto de desdicha en este hecho, la verdad es que aquí casi todo el mundo se llama Andrés Trapiello, por lo mismo que, mientras le leen a él, él se llama como todo el mundo.
Por eso muchos recuerdan con insistencia que este libro no es literatura del yo, sino algo más modesto, del tú, o de ti, que ahora me sostienes. Y poco más cabe añadir. Al empezar por esta solapa, tú, lectora, lector, también muestras ser diligente, y sólo por eso merecería esta nueva entrega del Salón de Pasos Perdidos hacer bueno aquello de que "lo que merece ser hecho, merece que se haga bien".
Yo también lo he terminado, con el entusiasmo habitual. Casi despierto a Carmen por la noche con las carcajadas con el final del tema de Morla Lynch y los sucedidos del Rastro y el lirismo de Las Viñas siguen ahí. Por ponerle algún pero, me parece que esta vez hay más rencillas literarias que en otros volúmenes y que A.T. está algo más agrio. Y, a pesar de las revisiones, hay un "pan rayado" que duele leer. Y unos errores tan gruesos que creo que los ha escrito a propósito para dar carnaza a críticos o para crear un grupo de iniciados (la plaza de la Signoria en Venecia o los Duelistas de Henry James...).
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