martes, 29 de agosto de 2017

Empezar por el final

Tres semanas en Jerusalén para irlas asimilando en calma: mucho que pensar y mucho que celebrar y saborear. Empiezo por lo menos importante:
Llegamos de vuelta de Tel Aviv sin percances. Y por cierto, qué mito el de los controles de seguridad de Israel: pesados serán, pero no las «películas de miedo» que cuenta a veces la gente, que magnifica las cosas para que parezcan como los comunistas del telón de acero. Y nada de eso. A la ida, un chaval en una cabina me hizo dos preguntas y pasé sin más. A la vuelta, tuvimos tres controles sucesivos, sí, pero burocráticos más que granhermánicos. Otra vez más hay que distinguir los muros en los que uno quiere entrar de esos otros de los que quiere todo el mundo desesperadamente salir.
Y por cierto también, he estado leyendo estas tres semanas el superprogre Haaretz (que llevaba incluida la edición internacional del New York Times - otro inciso más: los del NYT están paranoicos con Trump, es alucinante) y en Haaretz, digo, leí un artículo en el que se preguntaban cómo les estaba sentando a los europeos aplicar lo que en Israel llevan logrando con eficacia: bolardos, muros, policía, controles de seguridad (y un último inciso: la vergüenza que toda persona de bien ha sentido ante la manifestación de Barcelona, era el triple leyendo las noticias desde allí).

Digo que llegamos de Tel Aviv sin percances. Era un avión muy chulo de Iberia, con pantallitas (vi Annie Hall, la disfruté mucho), pero me tuve que quedar a dormir en Madrid.
Al día siguiente sólo había una hora real de tiempo antes del vuelo: pude visitar la exposición en el Prado de la Hispanic Society. Había dos retratos de Velázquez que me golpearon, el de la niña, que ya creía que conocía bien, porque lo tuve en mi pantalla durante meses, pero verlo en directo fue tremendo, y el de un cardenal italiano. Qué vida en unos retratos de quienes sabemos muertos. Quizá como estas tres semanas en Israel han sido prácticamente tres semanas sin ver arte, el golpe fue mayor. Yo me quedé mirando a la niña y a veces me parecía que era su cara como una máscara que sobresalía de un pelo quizá no del todo terminado de pintar (y qué vestido sólo intuido, también sin acabar), un pelo que marca una cara que es una máscara, de una muñeca de porcelana china pero tremendamente viva:




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