miércoles, 30 de agosto de 2017

Al final del viaje de vuelta

Quizá, puestos a empezar realmente por el final, tendría que haber contado ayer que al final del viaje de vuelta, en el avión a Santiago, terminé La felicidad de los pececillos, de Simón Leys. Como me estaba gustando mucho su Breviario de saberes inútiles, me había llevado los dos libros a Jerusalén, aunque el otro es muy breve y por eso lo terminé primero. Explicaciones prolijas e innecesarias, ya lo sé; y sin ningún interés: que al menos me sirven para resaltar a Simon Leys: es un gran escritor, me cae muy bien y noto repetidamente una enorme sintonía con todo lo que escribe, sean ensayos largos o artículos breves. En uno habla del cuento que Chejov prefería de los suyos, El estudiante.

Leedlo aquí, es muy breve.

Cuenta Leys que Harold Bloom no entendía esa predilección de Chejov, que le parecía «irracional». Yo creo que a Bloom le cuadra bien esa definición de Ramón Gaya que cita tanto A. T., de los críticos, eso de que «entienden de lo que no comprenden». Le pasa lo mismo con Flannery O'Connor: le estoy muy agradecido por haber contribuido enormemente a que fuera reconocida en el canon norteamericano moderno, pero lees lo que escribe de ella y notas una incomprensión radical, como le pasa con este cuento de Chejov.

A mí me emocionó leerlo, era como un resumen de estas tres semanas en Jerusalén: la alegría de haber tocado esa cadena de la que habla al estar en los sitios donde estuvo el Señor. Yo leía los textos evangélicos allí y era como leerlos de nuevo, como la primera vez. Bueno, eso siempre pasa con ellos, pero quizá todavía un poquito más. Además, creo que conseguí librarme de lupas filológicas y preocupaciones arqueológicas allí. Y qué alegría:
Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que pararse para recobrar el aliento. “El pasado -pensó- y el presente están unidos por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que surgen unos de otros”. Y le pareció que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba el otro.

Luego, cruzó el río en una balsa y después, al subir la colina, contempló su aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría. Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del sumo pontífice, habían continuado sin interrupción hasta el tiempo presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y de toda la tierra. Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía veintidós años), y una inefable y dulce esperanza de felicidad, de una misteriosa y desconocida felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció admirable, encantadora, llena de un elevado sentido.

2 comentarios:

  1. ¡Bienrregresado! Ya había ganas de leerte de nuevo tras tanto tiempo, y más cuando siempre vuelves de los viajes con buen material...

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  2. El cuento es MARAVILLOSO, increíble, gracias por traerlo a cuento.

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