La luz de Valencia 1

Ayer llegué alegre al despacho, con el buen sabor de boca del artículo de Enrique, pero en poco rato, entre la oscuridad tétrica de las lluvias copiosas y las peleas que tuve por teléfono con varios funcionarios celosos de no hacer lo que han decidido no hacer, el día se convirtió en Torech Ungol. Más motivo ahora para acordarme de esa vuelta al verano que me di en el día y medio que pasé en Valencia, que ha hecho más oscura esta caída repentina en un otoño duro, sin placebos.

En el avión, desde la ventana, en el viaje de ida, disfruté de la delicia de la verde Galicia, más bonita cuanto más lejana, porque ya no le distingues las múltiples huellas del pecado original (eso que llaman feísmo los modernos). Y al poco, cuando la tierra pasaba del verde al gris verdoso noté unos puntitos en un área rojiza, como un parque de juegos infantiles: eran las Médulas.
Me entretuve luego en mirar los campos parcelados, parches de tierras entre las telas de araña de los pueblos, las cajas de quesitos más o menos redondos que deja el regadío moderno, como diagramas de geógrafos.
Al poco, los pueblos antes dispersos se iban amontonando en torno a uno que resultó ser Madrid. Vi las torres de Chamartin, el Bernabeu, el barrio de Salamanca, el Retiro (pulsiones de ricachón, ya se ve). Y para qué seguir con este estilo grandilocuente, si tengo fotos:




Otro poquito más y vi por primera vez la Albufera. Nos metimos en el mar y la volvimos a ver, sin poder competir en color con el mar: