martes, 26 de julio de 2016
Los cementerios civiles, de José Jiménez Lozano
Era un libro que tenía pendiente: lo leí en primavera. Quería exultar aquí sobre él, extendiéndome despacio en todas sus virtudes, pero me pasaron por encima los preparativos del Curso de Verano y ahora me encuentro, cuatro meses después, con que sólo puedo acumular adjetivos elogiosos, pero, ay, vagos. Me ha quedado un recuerdo excelente de la lectura, pero pocos detalles.
Yo creo que escritores con la serenidad y altura de miras de José Jiménez Lozano hay muy pocos en España. Tratar ese tema, el de la aparición de los cementerios civiles en el siglo XIX y los problemas y tensiones a que dio lugar, da para ponerse más o menos inconscientemente de un lado o del otro, pero hay que ser una persona de grandísima finura para mantenerse en la serenidad, que nada tiene que ver con un mítico «justo medio», sin caer en adscripciones de grupo y considerando las razones (y sinrazones) de todos.
Pero el hecho es que ahora solo me quedan unas mínimas anotaciones de cosas que quise apuntar, por ejemplo el detalle que comenta de que en las revoluciones populares del XIX el latín era una obsesión «por la lengua supuestamente esotérica del culto y de los clérigos, y en algunas algaradas anticlericales se gritaba: "Muera la raza latina"» (254).
También me interesó mucho leer de las vidas de algunos «espíritus fuertes», especialmente del XIX, como por ejemplo José Somoza, que se acercaba a la iglesia, pero solo entraba hasta el umbral. Eso lo contaba también Unamuno respecto a un predecesor suyo, Santiago Usoz, en la cátedra de griego (le dediqué un artículo). A mí siempre me pareció un relato algo adulterado: aparte de que hablaba de segunda mano, porque lo que contaba era muy típico de la figura característica del liberal acatólico moldeado en personajes como Somoza.
Recuerda tambíén Jiménez Lozano (261-2) el caso del abuelo de André Malraux, que se enfadó con el cura por una cuestión de limosnas cuaresmales y acabó asistiendo a Misa toda su vida desde fuera (esa es la versión «católica» del enfado con los clérigos que está en la base de tantos enfrentamientos de este tipo). También comenta (276) que Gumersindo de Azcárate, que parece que perdió la fe al morir su mujer y su hijo recién nacido en el parto, iba, en el pueblo de Villimer (León) donde tenía una finca, exclusivamente a oír el sermón del cura (la versión «atea respetuosa»: oír al cura como a cualquier otro).
Yo, si me fichan para «impartir» (no «dar») un curso (pagado a millón) en una Universidad idílica de USA sobre «la cultura española» (dejadme soñar, que todos cojeamos de algo), pondría este libro de lectura obligatoria. Pero ya sé que ni eso va a pasar, ni las Universidades idílicas recomendarían libros así, sino pijadas tontorronas para adormecer a sus forrados alumnos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario