Consideren el caso de los estudios clásicos: hace un siglo nuestros antepasados sabían mucho menos que lo que podemos saber nosotros (si queremos saberlo) sobre la civilización de Grecia y Roma; y a pesar de todo, de alguna manera, a pesar de las más caudalosas fuentes que rompen a nuestros pies, parece como si estuviéramos extrañamente faltos de sed. El estudio de los clásicos se describe ahora como "muy limitador". Yo no creo que unos estudios que tenían suficiente altura como para educar a Gladstone y Derby y Asquith y Curzon sean demasiado limitados para nosotros. Lo que ha pasado no es que ese área haya perdido su valor sino que un área humanista ha sido tratado como una ciencia exacta: los clasicistas profesionales han asumido que están enseñando solo a otros clasicistas profesionales: como consecuencia han matado a los clásicos. Cuando veo que una tragedia griega, una de las grandes obras de la literatura humana, que no es más larga que un solo libro del Paraíso Perdido, sale a la luz con un comentario en tres grandes volúmenes en octavo atado a su cuello que pesa en total media arroba, me da miedo, porque la pobrecilla no llegará lejos: languidecerá y morirá, morirá por estrangulamiento y abandono en alguna esquina de una estantería olvidada. Si sobrevive algún interés en los clásicos hoy, además de por las rentas de que disfrutan desde el pasado, muy bien puede deberse al esfuerzo de Sir Allen Lane y sus libros de Pelican, donde aparecen purgados de ociosa erudición, reanimados por el interés de legos, en vez de los cargantes mimos de estudiosos profesionales. Por lo mismo, si no tenemos cuidado, existe el riesgo de que los filósofos puedan matar la filosofía, los filólogos la literatura y los historiadores la historia. Ejércitos de jóvenes investigadores, organizados por el estado mayor de los profesores, pueden con el tiempo hacer un mapa de la entera historia del mundo. Podemos saber, o tener la posibilidad de saber, lo que cada mínimo oficinista sin importancia de una oficina gubernamental hizo cada hora del día, lo que cada paisano pagó por su parcela en un pueblo desaparecido hace mucho, cómo cada diputado de a pie votó una proposición no de ley en un parlamento del siglo XVIII. Nuestras bibliotecas pueden gemir bajo volúmenes sobre administración medieval de cámaras y administración de la real casa. Pero ¿con qué fin? Igual que el lego deja de lado las grandes naciones civilizadas de la antigüedad cuya literatura viva ha sido ahogada con aprendizajes muertos y va a prostituirse tras los despotismos bárbaros de la antigua Asiria o los salvajes imperios de la América precolombina -pueblos de historia sangrienta y nada de literatura- así nos dejará de lado a nosotros y buscará lo interesante e iluminador en otra parte. Puede que no lo busque en fuentes tan edificantes, pero no podremos quejarnos, nosotros que le hemos hecho perder el camino.H.R. Trevor-Roper (1914-2003), History Professional and Lay: An Inaugural Lecture Delivered Before the University of Oxford on 12 November 1957 (Oxford: Clarendon Press, 1957), pp. 15-16.
El comentario al que se refiere es, según explica (con toda la razón) el autor del blog, el de Eduard Fraenkel al Agamenón de Esquilo, en tres volúmenes, de una erudición tan alucinante que es agobiante.
Me parece muy iluminador.
ResponderEliminarLo de conocer lo que hace cada oficinista del siglo XVIII no se sabe bien para qué, tiene su gracia. Esa erudicción (por redicha, EGM dixit) fosilizada es fatal. Aunque me choca lo de "prostituirse tras los despotismos bárbaros de la antigua Asiria o los salvajes imperios de la América precolombina -pueblos de historia sangrienta y nada de literatura". Anda que como le oigan todos aquellos que tachan el Descubrimiento como un irrupción bestial en unos pueblos idílicos donde se paseaba el buen salvaje encantado de haberse conocido...
El pobre Trevor-Roper todavía no sabía qué era lo "políticamente correcto".
ResponderEliminarPero tampoco hay que bascular al extremo opuesto. Sin salir de la tradición cristiana, tenemos los ejemplos de San Jerónimo y San Agustín, que pensaban que comprender las Escrituras requería comentario (erudición, si se quiere, en sentido clásico). La lectura inocente, sin supuestos o presupuestos, también es otro mito.
ResponderEliminarNo todo está perdido. Lo que sí es necesario es comunicar el interés y la riqueza de la cultura clásica fuera de los seminarios, a un público amplio. En este sentido, la simpática excéntrica Mary Beard, está haciendo una labor ejemplar. Sus series en la BBC sobre Pompeya y sobre la herencia de la cultura romana han sido espléndidas.
ResponderEliminarNo sé si debería haber resaltado que el contexto es el de una conferencia a historiadores sobre el modo de afrontar la historia. Frente al "profesional" que tiende a la superespecialización, el "lego" se preocupa de hacer llegar el valor de los clásicos, como hizo la serie de Pelican, en la que no se rechaza el comentario, sino que se pone la atención en el texto, en su valor, en que sea accesible a todos.
ResponderEliminarEs algo que me preocupa especialmente en los últimos tiempos.
Y Mary Beard es excelente: reconocida investigadora y alguien que sabe reírse de sí misma haciendo accesible lo valioso, sin caer en simplificaciones.
ResponderEliminarÁngel, disculpa la mala puntuación de mi mensaje anterior, pues te escribo en un café madrileño (el rancio Comercial) utilizando un ordenador mercenario. Por cierto, si vuelves por Madrid en los próximos meses, teniendo en cuenta tu interés por la pintura del XVIII, ve a ver la exposición dedicada al Infante Don Luis en el Palacio Real. Es espléndida (por Goya y Paret).
ResponderEliminarCalla, calla, ya me gustaría ver esa exposición, y la de Martín Rico en el Prado y el nuevo Tiziano que han restaurado. Algo tendré que hacer para ir a Madrid cada poco tiempo, a ver todo lo que quiero ver. Ahora me acuerdo de que también hay una exposición de pintura inglesa que no tiene mala pinta en la Fundación Juan March.
ResponderEliminarMi acuerdo total con el maltrato suicida que sufren los estudios clasicos. Sólo una puntualización minúscula: lo de que los pueblos precolombinos no tuviesen "nada de literatura" no es cierto; hay excelentes poemas en esas literaturas supuestamente inexistentes. Precisamente estos días he releído la antología de poesía hispanoamericana de José Olivio Jiménez, que se abre con unos cuantos ejemplos. Eso, por supuesto, nada cambia la sustancia de lo que aquí se dice, y con la que repito mi completo acuerdo.
ResponderEliminarLa única erudición soportable es "la vaga erudición" que Borges refiere entre los talismanes que no le sirven nada ante la llegada del amor..
ResponderEliminarLo demás es un coñazo y está muy bien explicado por Steiner cuando critica la profusión de texto secundario.
Bueno, Gatoflauta, lo más interesante para mí de ese texto es ver cómo los "profesionales" podemos cargarnos los estudios clásicos.
ResponderEliminarY, Balaverde, no es santa de mi devoción la "vaga erudición" de Borges: me fascinó años ha en sus cuentos, pero ahora ya no. Todo eso de una cita en un texto rosacruciano de Basilea me dejaba boquiabierto antes, ahora me deja como mucho perplejo.
Es que ese ejemplo (que supongo ilustra tu madurez lectora) no es la "vaga erudición" a la que se refiere Borges. Pero bueno.
ResponderEliminarYo supuse que "vaga erudición" se refería a esa que utiliza como marco en los cuentos, esos autores que son raros por raros y por esotéricos (árabes, alquimistas, sabios escoceses enloquecidos, madame Blawatski, toda esa morralla) que formarían un canon oculto y al alcance de pocos (y por eso puse el ejemplo de los rosacruces).
ResponderEliminarNo sé, hace mucho que dejé de leer a Borges (y llegando con Google al poema donde dice lo de la "vaga erudición" me vuelvo a arrepentir de ello).
Yo ahora mismo ya no sé dónde está mi "madurez lectora". Aunque a los cuentos de Borges no voy a volver ya, eso creo que lo tengo claro.
Qué buen discurso y qué mal le sentaría a la audiencia. Muchísimas gracias por la traducción.
ResponderEliminarel problema de la erudición y el de los comentarios me parece que está, como en casi todo, en servirse de en vez de servir a. Esa es la diferencia entre los profesionales de los que habla este hombre, y San Agustín o San Jerónimo.